“El poder de infección de la corrupción es más letal que el de las pestes”, escribió alguna vez el más eminente de los hombres de letras paraguayo, Augusto Roa Bastos. Es esta una verdad más dura que la roca, y así nos lo relata la historia desde los albores mismos de nuestra era republicana. Cómo no recordar a aquellos desvergonzados hombres públicos que, tras la hecatombe de la Triple Alianza, se embolsaron las libras esterlinas del primer crédito obtenido por el país en Londres, por aquella época sede de las finanzas internacionales. Ni el dinero destinado a la restauración del país fue siquiera respetado.
El drama continuó, salvo honrosas excepciones, durante largas décadas de gobiernos caóticos e inestables, conducidos por figuras sin decencia. Sin embargo, la peor de las catástrofes morales se cernió sobre la patria bajo la dictadura stronista, porque al mal infecto de la corrupción se le sumó el de la impunidad, de consecuencias aún más devastadoras. En efecto, ¿qué juez o ministro de la Corte Suprema de Justicia de la época –todos nombrados por el tirano– se animarían a levantar el dedo acusador contra los ladrones de cuello blanco liderados por el propio dictador y sus zalameros adláteres?
Ese oprobioso esquema de impunidad quedó prácticamente intacto desde la apertura democrática iniciada en 1989. Como los politiqueros y los caciques políticos son los que nombran y tienen además el “encargo” de enjuiciar a los magistrados del más Alto Tribunal de la República, en este último lugar no se hace más que seguir las órdenes de los mandones de turno.
De otra forma, no cabe explicarse cómo pueden continuar estancados por chicanas de leguleyos o interferencia política casos emblemáticos de la lucha contra la corrupción como el de la niñera de oro, que involucra al senador Víctor Bogado; los caseros de oro”, del diputado mimado del poder José María Ibáñez, o la tragada en el MAG que afecta al senador liberal Enzo Cardozo.
Sigue tan campante la impunidad con los planilleros y sus padrinos en el Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE); en la compra fraudulenta de tierras en San Agustín, adquiridas por una firma ligada al senador Jorge Oviedo Matto; en la universidad pública más antigua del país y, vaya paradoja, los escandaletes emanados de la misma Contraloría General de la República, cuyo actual titular va a Washington DC a dar la cara para intentar encontrar una explicación jurídica y/o política a lo que no lo tiene en absoluto.
Con los pavorosos márgenes de impunidad manejados en nuestro país, todo esfuerzo por combatir la corrupción se ve absolutamente diluido. La culpa es exclusiva de un liderazgo político que se cree por encima de la ley y que ha creado, y retiene en sus manos, los resortes políticos y jurídicos destinados a verse libres de las duras consecuencias legales que deberían emanar de sus reprobables actos. Ante este panorama, no hay examen anticorrupción que el país esté habilitado a superar.