La Constitución Nacional vigente desde hace casi un cuarto de siglo produjo un hecho inédito en la historia del Paraguay: consagró el laicismo al prescribir la separación del Estado y la Iglesia, y disponer, en su artículo 24, que “nadie puede ser molestado, indagado u obligado a declarar por causa de sus creencias o de su ideología”.
Pese a ello, la Ley Fundamental dedicó todo un artículo del texto constitucional, el número 82, a reconocer el “protagonismo de la Iglesia Católica en la formación histórica y cultural de la Nación”. En la práctica, es muy difícil comprender nuestra realidad y la idiosincrasia del pueblo si se los separa de la contribución efectuada por la sociedad religiosa a partir del encuentro de dos mundos que implicó el descubrimiento y la conquista del Paraguay.
Es por estos poderosos motivos que todo aquello que acontezca en el ámbito de la Iglesia no puede dejar de interesar, ocupar y hasta conmover al conjunto de la población paraguaya. Desafortunadamente, una serie de hechos poco felices registrados al interior de la Iglesia en los últimos diez años –especialmente en su ámbito jerárquico– vino a sembrar el desconcierto entre los fieles y a menoscabar la credibilidad de esta apreciada institución.
No es necesario, ni mucho menos deseable, ahondar en el exhaustivo detalle de los malos ejemplos que cundieron entre el Episcopado en la década pasada. Así de poco edificantes fueron las conductas. Pero los escándalos estuvieron al orden del día y fueron de público conocimiento.
Sin embargo, dado el enorme legado y el necesario aporte que la Iglesia Católica aún puede y debe brindar a la sociedad nacional, es de esperar que la decisiva renovación de su liderazgo, emprendida con sabiduría por el papa Francisco, logre recuperar el indispensable capital de credibilidad que nunca debió haber sido tan lamentablemente afectado.
Es necesario recuperar y revalorizar la noble herencia entregada a los paraguayos por aquellas figuras señeras de la Iglesia, como Juan Sinforiano Bogarín, Hermenegildo Roa, Ismael Rolón Silvero y Ramón Bogarín Argaña, que tantas virtudes y valores transmitieron a generaciones enteras de compatriotas, enriqueciendo notablemente la geografía humana de esta Nación.
La reciente designación de nuevos obispos en Asunción, San Pedro, Concepción, Encarnación y Alto Paraná, apunta a la renovación de una jerarquía que necesita redoblar su compromiso con la decidida elevación ética de la Patria y con el saneamiento de su muy deteriorado tejido social. En esta impostergable y necesaria tarea, es aún mucho lo que puede y debe aportar la Iglesia Católica. Sin embargo, para influir en el resto de la sociedad es menester que ella conquiste primeramente su plena y decisiva recuperación moral.