El trabajo es un talento que recibe el hombre para hacerlo fructificar, y es testimonio de la dignidad del hombre. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio para contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la humanidad.
Para el cristiano, además, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.
Para que el hombre se haga más hombre con el trabajo, para que sea medio y ocasión de amar a Cristo y de darle a conocer, son necesarias una serie de condiciones humanas: la diligencia en su cumplimiento, la constancia, la puntualidad..., el prestigio y la competencia profesional. Por el contrario, el escaso interés en lo que se realiza, la incompetencia, el ausentismo laboral... son incompatibles con el sentido auténticamente cristiano de la vida.
El trabajador negligente o desinteresado, en cualquier puesto que ocupe en la sociedad, ofende en primer lugar la propia dignidad de su persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada.
Ofende a la sociedad en la que vive, pues de algún modo repercute en ella todo el mal y todo el bien de los individuos. El trabajo mal hecho, el realizado con desidia, con retraso y chapuzas, no solo es una falta o un pecado contra la virtud de la justicia, sino también contra la caridad, por el mal ejemplo y por las consecuencias que de esta actitud se deriva
Nosotros, cristianos en medio del mundo, no podemos olvidar que debemos encontrar a Cristo en nuestros quehaceres, cualesquiera que estos sean. Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro ambiente por el trabajo bien hecho que realizamos.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal y http://www.acipresa.org)