La liturgia de la misa de este domingo propone a nuestra consideración una de las verdades de fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la resurrección de los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que hemos sido creados.
Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de la fe «expresa el término y el fin del designio de Dios» sobre el hombre. «Si no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosísimamente San Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano no está seguro del contenido de las palabras vida eterna, las promesas del Evangelio, el sentido de la Creación y de la Redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cfr. Heb 11, l)».
Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden aparecer en ocasiones como las únicas que cuentan, hemos de considerar repetidamente que nuestra alma es inmortal, y que se unirá al propio cuerpo al fin de los tiempos; ambos –el hombre entero: alma y cuerpo– están destinados a una eternidad sin término. Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de hacerlo con la mirada puesta en esa vida que nos espera, pues «pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias».
Resucitar significa volver a levantarse aquello que cayó, la vuelta a la vida de lo que murió, levantarse vivo aquello que sucumbió en el polvo. Enseña Santo Tomás que nuestra filiación divina, iniciada ya por la acción de la gracia en el alma, «será consumada por la glorificación del cuerpo (...), de forma que así como nuestra alma ha sido redimida del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción de la muerte».
Y cita a continuación las palabras de San Pablo a los filipenses: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas. El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre. Hemos de tenerlo sujeto mediante la mortificación porque, a consecuencia del desorden producido por el pecado original, tiende a «hacernos traición».
Es de nuevo San Pablo el que nos exhorta: Habéis sido comprados a gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Y comenta el Papa Juan Pablo II: «La pureza como virtud, es decir, capacidad de mantener el propio cuerpo en santidad y respeto (cfr. 1 Tes 4, 4), aliada con el don de piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el templo del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él.
La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano».
El Papa a propósito del Evangelio de hoy dijo: “Dios es la fuente de la vida; y gracias a su aliento el hombre tiene vida y su aliento es lo que sostiene el camino de su existencia terrena. Pienso igualmente en la vocación de Moisés, cuando el Señor se presenta como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios de los vivos; y, enviando a Moisés al faraón para liberar a su pueblo, revela su nombre:
“Yo soy el que soy”, el Dios que se hace presente en la historia, que libera de la esclavitud, de la muerte, y que saca al pueblo porque es el viviente. Pienso en el don de los diez mandamientos: una vía que Dios nos indica para una vida verdaderamente libre, para una vida plena; no son un himno al “no”, no debes hacer esto, no debes hacer esto, no debes hacer esto... No. Es un himno al “sí” a Dios, al amor, a la vida. Queridos amigos, nuestra vida es plena solo en Dios, porque solo él es el viviente”.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvaja).