El artículo 276 de la Constitución Nacional establece que las funciones del defensor del Pueblo “son la defensa de los derechos humanos, la canalización de reclamos populares y la protección de los intereses comunitarios”.
Para cumplir tales propósitos, de acuerdo al artículo 279 de la Carta Magna, tiene que recibir e investigar denuncias, quejas y reclamos contra violaciones de los derechos humanos, requerir de las autoridades información acerca de hechos que competen a sus funciones, emitir censura pública por actos violatorios de los derechos humanos y elaborar informes sobre las situaciones que ponen en peligro los derechos de las personas.
En 12 años de funciones –cinco, que correspondieron a su plazo constitucional; y, siete, que es el tiempo extra de mandato, en virtud del criterio de la reconducción tácita–, Páez Monges ha detentado el cargo, pero no ha ejercido casi las funciones que le otorga la máxima ley del país.
Ello implica que no ha defendido como corresponde los derechos humanos, no ha canalizado con resultados positivos visibles los reclamos populares ni ha protegido con eficacia los intereses comunitarios, exigencias del rol de la institución a su cargo.
De ese modo, ha dejado sin vida a una institución esencial de la democracia para reclamar al Estado sus abusos y exigir reparaciones, respaldar a los sectores sociales débiles y defender los intereses de los más desprotegidos.
La permanencia en el cargo de un hombre que no le resulta incómodo al poder y, por el contrario, en ocasiones, es su cómplice –por omisión, ya que no cumple lo que la Constitución le manda–, le resulta cómodo a los que gobiernan. La clase política dominante escogió a un político colorado (ex intendente de Areguá) que no cuestionara y fuera lo más anodino posible. Y desnaturaliza, prostituye, la razón de ser de la Defensoría del Pueblo.
Además de las dudas sobre su actuación en el pago de indemnizaciones a las víctimas y sus familiares de la dictadura del general Stroessner, en los últimos días aparece conectado a la –cuanto menos– rara compra de computadoras por parte de 40 funcionarios de la Defensoría que luego “donaron” su adquisición a la institución en la que trabajan.
A esta altura, el defensor ni oficina tiene en la institución. Tuvo que improvisar una cuando nuestro diario expuso públicamente esa situación. De esta actitud cabe presumir que no ejerce su función de escuchar las quejas ciudadanas y encauzarlas para que se solucionen.
En tiempos de cambio en la Contraloría, en la Universidad Nacional y otros ámbitos, es hora de que esa saludable actitud llegue también a la Defensoría del Pueblo. A los senadores y diputados les atañe la tarea de modificar el actual estado de cosas ya largamente intolerable.