A todos nosotros y desde los empobrecidos socioeconómicos-políticos-culturales de cada nación, Jesús nos interpela con fuerza sobre lo que estamos haciendo de solidaridad con estos hermanos que lo pasan mal.
Es como un preaviso a aquello con que, cuando muramos, nos echará en rostro: tuve hambre y no me diste de comer; sediento y no me diste de beber; preso inocente y no me liberaste; desalojado de la tierra y en silencio fuiste socio del atropello; sin trabajo y no te importó; abusada sexualmente y callaste; en un país pobre robaste desde el poder a manos llenas; fuiste mucho al templo, pero no te comprometiste con la causa del Reino en favor de lo que poco o nada tienen.
Sinceramente, creo que nos falta en el calendario una festividad religiosa en que, los que queremos ser honestos, nos reunamos con un pequeño grupo de amigos o familiares y nos respondamos con sinceridad a tres preguntas.
Primera: ¿Por qué existen los pobres? ¿Quién tiene la culpa? No tengamos miedo a decirlo en concreto.
Segunda: ¿Qué necesidades mayores tienen los pobres?
Tercera: ¿Qué vamos a hacer unidos y organizados como sociedad civil o en los partidos honestos políticos para que disminuya hasta desaparecer la pobreza?
Si somos capaces de todo esto, es la mejor señal de que creemos a Dios.
Y no hay excusa.
Y si eres cristiano, Jesús está en la eucaristía (dándonos fuerzas), en su palabra del evangelio (enseñándonos el camino), en la comunidad (animándonos).
Pero cuidado con olvidarnos que está en los empobrecidos exigiéndonos solidaridad. Y si no tenemos amor para esto, es mentira y falso que amamos a Dios.
Y esto es palabra de Dios.