28 mar. 2024

Jejuí, la isla de la utopía que la dictadura no logró matar

El 8 de febrero de 1975, militares stronistas asaltaron la comunidad campesina de San Isidro de Jejuí, en San Pedro, que iniciaba una experiencia asociativa, como parte de las Ligas Agrarias Cristianas. Los pobladores fueron apresados y torturados, y las tierras entregadas a un primo del dictador. A 41 años, los propietarios recuperaron su tierra y retomaron el truncado proyecto social.

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El sacerdote Braulio Maciel, en medio de los pobladores, durante un acto en las tierras recuperadas, en febrero del 2011. Foto: Gentileza.

Por Andrés Colmán Gutiérrez- @andrescolman

Cuando la primera salva de disparos hizo pedazos la apacible madrugada campesina, monseñor Bordelón despertó sobresaltado. Sintió el piso húmedo de tierra apisonada bajo los pies descalzos. Sintió la espalda dolorida, poco acostumbrada a dormir sobre un catre de madera. A través de las grietas de la pared del rancho, se filtraba un confuso bullicio de órdenes y gritos, de alaridos y sollozos, de secas explosiones retumbando entre los árboles.

Monseñor Roland Bordelón, de nacionalidad estadounidense, director para América del Sur de la organización Catholic Relief Service, miró su reloj. Eran poco más de las cuatro de la madrugada de ese día 8 de febrero de 1975. La noche antes, cuando había llegado en compañía de otro religioso a visitar la comunidad de San Isidro de Jejuí, donde luego se quedaron a dormir, ni siquiera remotamente esperó despertar de modo tan violento.

Todavía estaba allí, sentado en el camastro sin saber qué hacer, cuando uno de los campesinos asomó su rostro lívido por la puerta.

–¡No salga, monseñor...! –le pidió–. ¡Es mejor que se quede adentro!

–¿Por qué...? –preguntó el visitante–. ¿Qué está pasando, por Dios?

–¡Parece que los soldados están atacando la colonia...!

La acción militar sorprendió a la mayoría de los pobladores en pleno sueño. Un pelotón de aproximadamente 70 efectivos, al mando del teniente coronel José Félix Grau, rodeó el caserío y procedió a allanar las viviendas una por una.

Cuando el párroco de la comunidad, el sacerdote Braulio Maciel, corrió a buscar refugio, fue herido desde atrás en una pierna por un proyectil y cayó al suelo.

“De ahí fue conducido, colgado de pies y manos, hasta una camioneta, y en ella hasta San Estanislao, donde se le practicaron los primeros auxilios, y de ahí hasta la capital. En el momento en que el padre Maciel yacía en tierra, varios campesinos trataron de defenderlo y recibieron la orden de ‘cuerpo a tierra’. En esta posición fueron golpeados con palos”, narra uno de los primeros informes sobre el caso, dado a conocer por el Obispado de Concepción, en fecha 21 de febrero de 1975.

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Esta foto histórica muestra al religioso Juan Tremble, de la congregación Hermanitos de Jesús, trepado al techo, construyendo uno de los ranchos en Jejuí, en 1974.

Detenciones y secuestros

Los visitantes norteamericanos, monseñor Roland Bordelón y Kevin Calahan, fueron detenidos y remitidos al Departamento de Investigaciones de la Policía, en Asunción, donde permanecieron incomunicados durante 38 horas, sin poder contactar ni siquiera con la Embajada de su país.

También fueron arrestados los religiosos franceses Juan Penard y Juan Trembais, de la congregación de los Hermanitos de Jesús, la misionera española Pilar Larraya, junto a varios catequistas y dirigentes de la comunidad.

“Durante la operación fueron revisadas todas las casas de los habitantes y fueron secuestrados, entre otras cosas, libros, biblias, apuntes y síntesis de reflexiones de los propios campesinos. También desaparecieron, según nuestra información, la suma de 900.000 guaraníes, donada por organizaciones católicas de Europa para el pago de algunas hectáreas de tierra y la suma de 100.000 guaraníes, destinada para el próximo encuentro latinoamericano de los Hermanitos de Jesús con su Superior General de Roma, a realizarse en Asunción”, señala el mismo informe del Obispado de Concepción.

San Isidro está ubicado en un lugar conocido también como Ybypé, distrito de Lima, San Pedro, a casi 300 kilómetros al norte de Asunción, sobre la ruta 3 General Elizardo Aquino.

El lunes 10 de febrero de 1975, dos días después del asalto, el obispo de la Diócesis de Concepción, monseñor Aníbal Maricevich, intentó ingresar en San Isidro, pero fue impedido enérgicamente por el teniente coronel Grau, comandante de la operación.

Entonces el obispo viajó a la capital y trató de entrevistarse con el ministro de Interior, Sabino Augusto Montanaro, pero este se negó a recibirlo.

La colonia continuó cercada por los militares durante más de tres meses. En todo ese tiempo, los pobladores permanecieron totalmente aislados del mundo exterior, “forzados a trabajar en favor del destacamento militar”, según expresa un informe publicado por el periódico Sendero, órgano de la Conferencia Episcopal Paraguaya, en su edición del 4 de abril de 1975.

“Mientras fue posible, los campesinos comulgaron todos los días: recogieron las formas consagradas que fueron esparcidas por el suelo cuando a punta de machete fue violado el sagrario en la noche del asalto”, agrega el informe de Sendero.

En total fueron apresadas unas 120 personas por este caso, incluyendo a pobladores de varias otras compañías de la región, solo por ser miembros de las Ligas Agrarias. Muchas fueron llevadas hasta una finca rural que el jefe de Investigaciones, el tristemente célebre represor Pastor Coronel, poseía a orillas del río Jejuí, en las afueras de Lima, donde fueron sometidos a interrogatorios bajo torturas.

El 2 de mayo todavía quedaban 28 campesinos presos. La mayoría fueron puestos en libertad a mediados de mayo, incluyendo al padre Braulio Maciel, quien se hallaba prisionero en el Policlínico Policial. Los últimos salieron recién después de la Navidad de ese año.

Las tierras arrebatadas a los campesinos fueron entregadas a Ramón Matiauda, primo del dictador Stroessner, quien se constituyó en una especie de señor feudal en toda la región, especialmente en la actual localidad de General Resquín, que en esa época era conocida simplemente como “Matiauda”.

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El recordado obispo de Concepción, Anibal Maricevich, celebrando una misa con los campesinos de Jejuí en 1989, luego de la caída de la dictadura stronista.

“Koljosets” en el Paraguay

La dictadura stronista trató de justificar el asalto a la comunidad de San Isidro de Jejuí con los más absurdos argumentos.

En un extenso editorial, publicado el 20 de febrero de 1975, el diario Patria, órgano oficial del Partido Colorado, sostenía que los ranchos campesinos eran “koljosets (granjas colectivas rusas, instauradas durante la revolución soviética socialista) clandestinos descubiertos en las pestañas de la selva. Allí se vive ‘como hermanos’ pero hay ´veladores’ que son los dueños de la tierra que permanece indivisa y no se promete parcelar ni transferir a los ‘hermanos’, como en la dictadura del proletariado...”.

De nada sirvieron las sucesivas declaraciones y aclaraciones de los obispos y demás sectores de la Iglesia (en un extenso pronunciamiento, el 7 de marzo de 1975 el arzobispo de Asunción, monseñor Ismael Rolón, condenó “la violencia desatada por las autoridades”). De nada sirvieron las colectas para ayudar a los detenidos que las diversas parroquias organizaron en esa Semana Santa de 1975.

Para el régimen, quienes se solidarizaban con los campesinos agredidos no eran más que “idiotas útiles” o “compañeros de ruta de los comunistas”. La experiencia comunitaria de Jejuí era “puro comunismo”, decía Patria, y por eso tuvo que ser destruida a sangre y fuego.

Pero, ¿qué había de verdad entre los escombros de esas humildes viviendas derrumbadas con violencia, entre los restos de esas cosechas segadas tan prematuramente en las chacras que quedaron desiertas...?

En busca de la tierra prometida

San Isidro de Jejuí fue un proyecto impulsado por la Federación Nacional de las Ligas Agrarias Cristianas (Fenalac), como una respuesta al problema de la falta de tierras de varios campesinos asociados, y con la utopía de construir una comunidad solidaria, según los principios cristianos.

Las llamadas Ligas Agrarias Cristianas (LAC) “fueron la expresión organizada del sindicalismo campesino, con un caudal de miembros que fue aumentando muy rápido, principalmente desde fines de la década del 60 hasta su cruenta destrucción a mediados de 1976", explica el investigador Aníbal Miranda en un libro escrito sobre estas organizaciones.

“Propulsadas inicialmente por agricultores empobrecidos del departamento de Misiones, ellas se extendieron por toda la región Oriental con un poderoso instrumento como guía: la Biblia”, agrega Miranda.

La experiencia de Jejuí fue la más avanzada de las que llevaron a cabo los integrantes de las Ligas.

Más de 60 familias procedentes de Quiindy, Piribebuy, Roque González, Caapucú, Santa Rosa, Misiones y Villleta se instalaron inicialmente en unas 600 hectáreas, parte de unas 3.000 hectáreas pertenecientes a los sucesores de Domingo Trapani, que habían decidido lotearlas, con acuerdo del Instituto de Bienestar Rural (el actual INDERT).

Entre mayo y julio de 1969 se trasladaron las primeras familias y para octubre el núcleo ya había crecido a 25 familias y 188 miembros, que iban pagando por sus lotes a los Trapani hasta saldar la deuda sobre la propiedad de 230 hectáreas para 1975.

“Les esperaba la selva y la soledad... Había que construir las casas, abrir las picadas, desmontar los rozados. Medios, pocos, casi solamente los propios brazos...”, relata un reportaje publicado en el semanario Sendero, escrito por periodistas que acompañaron la experiencia inicial.

“Vivir comunitariamente, poniendo en común siempre el fruto del trabajo de todos, planeando y resolviendo juntos todas las cuestiones que debían enfrentar, no era fácil. Y para ellos, que anteriormente habían vivido el individualismo de nuestra sociedad, una novedad”, destaca el reportaje de Sendero.

La principal fuerza de los pobladores, según el informe, estaba “fundamentalmente en la inmensa fe, intensamente vivida. Jejuí es una comunidad donde lo religioso (también en búsqueda, muchas veces) cobra particular importancia y se palpa en el ambiente un fuerte sentido religioso”.

El sacerdote Braulio Maciel, oriundo de Quiindy, compartía con los pobladores los mismos trabajos y era el responsable principal de la animación religiosa y de las celebraciones litúrgicas de la comunidad. Posteriormente, la experiencia atrajo a otros religiosos, entre ellos los misioneros de la Congregación de Charles de Foutcauld, más conocidos como los Hermanitos de Jesús. Uno de ellos, provisto de una canoa, recorría el río Jejuí pescando o cazaba en los bosques cercanos, contribuyendo con lo que obtenía a mejorar la escasa alimentación de los colonos.

“Llama la atención que todos los ranchos están profusamente adornados con plantas y con flores, en un trabajo que denota la mano femenina”, apuntaba el reportaje de Sendero, destacando el esquema casi primitivo, aunque solidariamente fraterno, en que se manejaba la comunidad.

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Doña Gabriela, una de las fundadoras, y el pa’i Braulio Maciel, durante un campamento en Jejuí, en la lucha por recuperar las tierras robadas por la dictadura.

Lo subversivo de la tierra en común

En poco tiempo, la experiencia de Jejuí contagió a otras comunidades. Desde las parroquias de San Estanislao, Lima y Horqueta se impulsaron nuevos proyectos pastorales, que serían precursores de las célebres Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) que luego se extendieron por varios países de América Latina. Jejuí se convirtió prácticamente en el centro de un vasto movimiento campesino en toda la zona Norte del país.

El entonces obispo de Concepción, monseñor Aníbal Maricevich, “apoyó cada vez más a Jejuí y a las otras comunidades. A pesar de sus innovaciones litúrgicas, que no en todo coincidían con lo reglamentado, y a pesar de su comportamiento general, que bien se podría interpretar como un reproche a una Iglesia más tradicional y estática, el obispo no le negó nunca su apoyo. Más bien ayudó para que Jejuí fuese centro de formación cristiana campesina en toda su diócesis”, recuerda el misionero Anastasio Kohman.

Entonces, ¿por qué se desató una represión tan brutal contra la comunidad?

En su libro En busca de la tierra sin mal, los jesuitas Bartomeu Meliá, José Luis Caravias y Miguel Munárriz ensayan una respuesta: “Antes de atacar los sitios donde había líderes y experiencias de las Ligas Agrarias más politizadas, el Gobierno (de Stroessner) comenzó destruyendo las comunidades donde simplemente se pretendía vivir una experiencia de ‘comunidad total’ y a pesar de estar situadas en zonas muy aisladas”.

En Jejuí, recuerdan, “se pretendió llevar al máximo la solidaridad. Vivir juntos para compartir las alegrías y las penas, las fatigas y los descansos. Vivir juntos para un trabajo comunitario, ir haciéndose, por la libertad y la responsabilidad, cada vez más personas. Vivir juntos para tener algo que aportar en la línea del pensamiento, de la organización y de la planificación, a los demás hermanos campesinos”.

El legendario pa’i Braulio Maciel resume que “el mayor crimen que se quiso cometer no fue sacarle las tierras a los campesinos ni arrestarlos o torturar sus cuerpos. El mayor crimen fue intentar asesinar el sueño de un pueblo que quería vivir en libertad, que quería rezar y amar en libertad. Pero no han podido lograrlo”.

La recuperación de la isla de la utopía

Tras vivir en una especie de exilio interior durante 14 años, los pobladores de San Isidro Jejuí se reanimaron cuando la dictadura stronista fue derrocada durante el golpe militar de febrero de 1989 y se inició un proceso de transición democrática.

En 1989 se conformó la Asociación Campesina San Isidro de Jejuí, formada por los fundadores de la comunidad y sus descendientes. Realizaban gestiones ante la Justicia para reclamar la propiedad de sus tierras y a la par fueron a realizar ocupaciones simbólicas del lugar, que había sido convertido en estancia ganadera, primero por los Matiauda y luego por otras personas.

El Gobierno del general Andrés Rodríguez (1989- 1993) no les hizo caso. En dos ocasiones fueron desalojados con violencia por la Policía, acusados de invasores de sus propias tierras. El Parlamento rechazó su pedido de expropiación.

En 1994, el entonces presidente del IBR, Hugo Halley Merlo, tituló las tierras a nombre de Flora Rivarola de Velilla. Pero la Justicia empezó a fallar a favor de los legítimos dueños.

Primero, el juez Silvino Delvalle dictaminó que 150 hectáreas les sean devueltas a sus viejos y legítimos dueños. Luego de 10 años, la causa judicial llegó a su fin, ganando en todas las instancias. En febrero de 2010, la máxima instancia de la Corte Suprema de Justicia ratificó la sentencia a favor de la Asociación San Isidro de Jejuí.

Allí están ahora. Canosos pero invencibles, reactivando la isla de la utopía. “Ahora estamos produciendo 46 hectáreas de sésamo y 20 hectáreas de maíz. El sésamo, de la variedad KO7, lo estamos cosechando esta semana y estamos realizando gestiones ante el Senave para obtener una certificación y destinar una buena parte como semilla, que será distribuida para el mejoramiento de la producción de sésamo a nivel nacional”, explica Gregorio Pirulo Gómez Centurión, uno de los fundadores de la comunidad, conocido poeta popular guaraní y gran defensor de la cultura indígena y campesina.

Este domingo, en vísperas del 41 aniversario del asalto a la colonia, los fundadores, sus descendientes y personas solidarias realizan un acto en el local de la Asociación Campesina San Isidro de Jejuí, situado en el km 299 de la ruta 3. A las 8 se oficia una misa, celebrada por el pa’i Victor, párroco de Lima, en la que se recordará a los 29 fundadores de la comunidad ya fallecidos.

“Ahora tenemos un conflicto judicial con un vecino, que se apropió de 20 hectáreas de nuestra propiedad, pero estamos aquí, llevando adelante nuevos planes de producción, de manera asociativa, esta vez con el apoyo de organismos del Gobierno. Vivimos otros tiempos, quizás ya no somos considerados subversivos o comunistas, pero el sueño de la comunidad de San Isidro, de vivir como hermanos y producir en común, se mantiene vivo y marca la diferencia en una era en que todo se hace de manera individual”, destaca Gregorio Gómez.

Una bandera paraguaya ondea libre al viento, atada a un rústico mástil, en medio de las tierras recuperadas. Gregorio dice que nunca más la tumbarán.

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