La incertidumbre es la falta de certeza y seguridad sobre un tema en particular o sobre el curso de los acontecimientos. Es una situación relativamente incómoda, pues lo saca a uno de su zona de confort y de confianza.
En el otro extremo podemos ubicar a la certeza total, una suerte de seguridad plena sobre lo que se puede esperar sobre algún tema determinado o curso de acción.
Por lo general, no transcurre nuestra vida en ninguno de los extremos mencionados. De hecho, sería sumamente aburrido vivir en un mundo de absolutas certezas y sería imposible funcionar sin un stock mínimo de determinadas certezas.
De todas maneras, el tiempo que nos toca vivir se presenta con unos cambios tan vertiginosos y la película enfrente de nosotros puede cambiar de una manera tan brusca que, tendencialmente nos lleva mucho más hacia el lado de las incertidumbres o falta de certezas.
Incluso en el mundo de la física, una ciencia tan exacta en donde uno podría suponer un altísimo grado de certeza, existe un “principio de la incertidumbre”, concepto desarrollado por el Premio Nobel Heisenberg para explicar la imposibilidad de hacer ciertas mediciones exactas en el campo de la física cuántica.
Ahora bien, a nivel de las sociedades, a pesar de estos cambios acelerados que nos llevan a mayores grados de incertidumbres y que son el signo de nuestro tiempo, son las instituciones las que nos deben permitir contar con esa dosis tan necesaria de certezas para poder funcionar mejor.
Son las instituciones, al estar organizadas de una manera relativamente estable, las que nos permiten establecer determinadas reglas de juego de carácter más permanente y no tan volátiles. Y de esa manera, los ciudadanos podemos funcionar mejor en función de ciertos niveles mínimos de previsibilidad.
Los países que han logrado fortalecer sus instituciones pueden sentirse un poco más tranquilos, a pesar de fuertes golpes de timón, como ha ocurrido recientemente en los EEUU con la inesperada elección de Donald Trump como presidente.
De hecho, las instituciones sirven de freno y moderan cualquier tipo de aventura de índole más personal que pudieran tener determinadas personas. Venezuela es un ejemplo triste de esto que estoy mencionando, en el sentido de la aparición de líderes mesiánicos que terminan por destruir todo atisbo de institucionalidad que pudiese haber subsistido.
En nuestro país tenemos un déficit enorme en términos de nuestras instituciones. Y en ciertos momentos, como los que estamos viviendo actualmente, nos llenamos de incertidumbres. Por lo tanto, se generan incentivos para volverse mucho más conservadores y cuidadosos.
Como nos acercamos raudamente a los tiempos electorales, muchas decisiones de política pública se toman en función a cálculos partidarios y no precisamente a lo que podría entenderse como la generación de bienes públicos.
En cualquier lugar los tiempos electorales generan naturalmente una dinámica distinta a la normal, pues los potenciales candidatos necesitan posicionarse y eso es totalmente válido. El problema es cuando las decisiones que se toman en estos momentos pierden toda racionalidad.
De vuelta, en un marco de instituciones sólidas, la lógica de los tiempos electorales puede resultar bien movida e incluso feroz, pero no afectan de sobremanera el funcionamiento normal del Estado ni a ciertas políticas públicas claves.
Lastimosamente, no es el caso de nuestro país y hoy vemos con preocupación cómo determinados tomadores de decisión pueden comprometer seriamente ciertos logros que fuimos consiguiendo con mucho esfuerzo como sociedad. El tratamiento del Presupuesto General de Gastos de la Nación es un buen ejemplo de lo que estoy señalando.
Definitivamente debemos hacer un gran esfuerzo para fortalecer nuestras instituciones. No podemos seguir entrando cada cierto tiempo en tanta incertidumbre que tiende a dejarnos un poco más inmóviles y expectantes.