Sé lo que debo hacer y hago lo que no debo hacer, decía un poeta latino. Lo que le sucedía a él suele suceder a las naciones en que se hace lo que no se debe a sabiendas.
En 1800, el virrey del Río de la Plata, el marqués de Avilés, ordenó convertir en propietarios a los indios de las Misiones Jesuíticas, decadentes a partir de la expulsión de los religiosas.
Fue aquella una decisión atinada: los administradores civiles que reemplazaron a los padres robaban a manos llenas, y obligaban a la Corona a cubrir los déficits de las Misiones, que anteriormente tenían superávits.
Fue muy difícil cumplir la orden virreinal, a causa de la oposición de los criollos, que preferían seguir usurpando las tierras misioneras, apoderándose de los bienes comunales y haciendo trabajar a los indios por poco o nada.
Aquella decisión virreinal pertenecía al espíritu de la Ilustración, ese movimiento que pretendió organizar la administración pública sobre una base racional.
Dentro de las limitaciones del sistema colonial, la Ilustración llegó de algún modo al Río de la Plata.
Si la tierra era la principal fuente de producción, convenía ponerla al alcance de quienes quisieran trabajarla, evitando la especulación y el acaparamiento.
Con eso se hubiera favorecido a los nuevos propietarios, y se hubieran aumentado los ingresos de la Corona.
España tomaba en cuenta los resultados positivos de la modernización del sistema agrario en Inglaterra y en Francia, y se proponía hacer lo mismo en América, pero sin resultados.
La Independencia trató de imponer criterios ilustrados en la cuestión agraria, contra todas las dificultades.
Si el sistema se había mantenido, si “tres centurias un cetro oprimió”, no fue sin colaboración local: al fin y al cabo, los españoles eran solo el uno por ciento de la población del Paraguay en 1811.
La Junta de Gobierno de junio del once trató de fomentar la agricultura y chocó con la oposición de los propietarios y comerciantes rurales, enemigos de cambiar un sistema basado en el trabajo forzado.
Al doctor Francia se le atribuye la invención de las Estancias de la Patria, que no fueron sino las estancias del rey, existentes en todo el Río de la Plata, para proveer de carne y de montados al ejército.
La mayoría de las Estancias de la Patria se asentaban en tierras indígenas, según señala Branislava Susnik. En 1848, Carlos Antonio López confiscó lo que quedaba de las antiguas comunidades indígenas, obligando a miles de indios a trabajar para el Gobierno.
No hubo ninguna reforma agraria radical en aquellas décadas.
Con las leyes de 1883 y 1885, el general Bernardino Caballero remató tierras fiscales, y otras que no lo eran, con daño de sus propietarios.
Todavía quedaron tierras fiscales para el general Alfredo Stroessner, quien entregó millones de hectáreas a sus amigos y a especuladores extranjeros, so pretexto de reforma agraria. La especulación continúa, en beneficio de una minoría y perjuicio de la inmensa mayoría.
Sabemos que debería ser al revés, pero los intereses particulares mantienen el sistema. ¡Qué bien nos vendría un poco más de Ilustración!