En ética se habla mucho de los mínimos necesarios para la convivencia en nuestras sociedades pluralistas. “Mínimo que no alce el volumen de su equipo el vecino”, “mínimo que lave los platos el esposo después de la cena”, “mínimo que se exprese de manera políticamente correcta...”. Y, a la vez que la magia de internet nos presenta a diario cantidad de historias alentadoras sobre gente que se ha arriesgado por algo más, en el cotidiano parece que la altura del deseo se reduce a pasar el día, el mes y el año “lo mejor posible” e “ir tirando”, casi como esclavos de un poder sin rostro que controla lo que debemos pensar, hacer y producir. Y cuando nos bajonea el ánimo o escuchamos un modesto reclamo interior, ¡pues a ver una peli, comer o hacer compras para levantar la adrenalina y hacer pasar la mala onda!
En el mundo de los mínimos hay que sonreír mucho, caminar a menudo y “ponerse en el lugar del otro”, pero, sin jamás osar a profundizar en las preguntas existenciales, a tocar el dolor o a desear la Luna (como Calígula), mucho menos a jugarse por un ideal que implique cierta incomodidad de espíritu y poca o mala publicidad.
El sistema nos va desarmando de la razón, de sus leyes y de sus instituciones naturales. Esta reducción cambia tan radicalmente nuestra condición humana que hasta los campesinos que solían desarrollar mejor el sentido común se están masificando y avanzan con nosotros en el camino de la fragmentación de los posmodernos.
Solo en ciertos instantes de lucidez, ya sea por el dolor de una pérdida, por la sorpresa de un acontecimiento inesperado, se rompe el esquema anestésico del poder y un yo emerge y reacciona ante su destino. Es lo que he visto en la actitud de la corredora Renata, que llevó a su hermano y “maestro de vida” Fofi en estos días a una carrera de 5 kilómetros.
En particular, agradezco a Dios esos espacios luminosos de conciencia, aunque casi siempre implique dolor o molestia salir del molde. El reclamo de la felicidad se intensifica y surge un movimiento del ser. Es la libertad en juego que los creyentes traducimos en la oración.
Y una vez comenzada la rehumanización, aumenta el deseo en una espiral de movimientos que nos llevan a reconocer la imponencia de la realidad que nos sale al paso como dato, como sustento, como certeza del sentido pleno de cada detalle de la vida humana.
El hombre tiene una dimensión sagrada y es de inteligentes no renunciar a la búsqueda de su máxima altura.