24 abr. 2024

Hamlet y el Congreso

Por Guido Rodríguez Alcalá

El Congreso decidió formar una comisión para investigar el narcotráfico. En la investigación, resultaron indicados varios parlamentarios. Desde el punto de vista racional y legal, corresponde que les quiten los fueros y los remitan a la justicia ordinaria. Esto es lo que debe hacerse.

Lo que se hará lo veremos más adelante, en el momento de la decisión, que dependerá del Congreso y de la ciudadanía.

El repudio a los senadores y diputados que trataron de proteger a sus pares les obligó a cambiar de posición el año pasado. Si ahora la mayoría protege al narcotráfico, es justo que conozca el sentir popular.

La movilización del año pasado fue un hecho positivo, pero insuficiente para cambiar el sistema; en términos literarios, la insolencia de la autoridad. Esto es lo que deploraba el príncipe Hamlet al considerar las razones para suicidarse. La pieza de William Shakespeare, presentada en el Teatro Municipal de Asunción el jueves pasado, me ha llevado a esta asociación de ideas.

Dicho sea de paso, fue una extraordinaria puesta en escena, como era de esperarse de la compañía inglesa (Shakespeare’s Globe), que realiza una gira por el mundo. Para llegar a todo el mundo, sus principales actores son orientales y asiáticos; el vestuario es más del siglo XXI que de la Edad Media. Esa actualización del antiguo drama facilita comprender su relación con los problemas humanos de nuestros días.

La insolencia de la autoridad (the insolence of office). Que esto se haya lamentado en el siglo XVI y bajo una monarquía, no sorprende.

Lo que sorprende es su actualidad para el Paraguay de hoy, que supuestamente se rige por un sistema democrático.

Nadie piensa que las autoridades políticas reciban su poder de Dios, como se pensaba hace siglos, pero muchos funcionarios se comportan como si recibieran el poder de Dios.

Algunos lo dicen, como cierto funcionario de la Corte Suprema de cuyo nombre no quiero acordarme.

Otros son más discretos al ejercer un poder ilimitado dentro de su territorio.

Hoy se puede criticar al presidente del Paraguay como no se podía criticar a la reina Isabel I de Inglaterra en tiempos de Shakespeare.

Al mismo tiempo, cuando la crítica molesta a ciertos señores locales, ellos dictan sentencia de muerte sin reparar en el hábeas corpus ni en el debido proceso ni en la abolición de la pena de muerte.

Es lo que le pasó al periodista Pablo Medina, asesinado por orden de un intendente.

Los aristócratas ingleses tenían prerrogativas abusivas, pero también un sentido de la nacionalidad. Los señores feudales (de hecho) paraguayos solo piensan en entregar el país al crimen organizado internacional: unos se dedican a la deforestación salvaje, otros al narcotráfico, los demás a las otras actividades delictivas.

Nuestras leyes consagran los derechos básicos del hombre; su aplicación se ve dificultada por la fragmentación del poder. La fragmentación es geográfica y también administrativa: cualquiera puede ser tirano.

Y así, bajo circunstancias cambiadas, se nos presenta el problema planteado por Shakespeare; tener conciencia del problema es el paso necesario para superarlo.

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