Nuestra conciencia social ha sido sacudida esta semana con un crimen cuyas características solo eran conocidas a través de las películas.
Un vehículo blindado concebido para misiones militares se convertía en blanco de un armamento antiaéreo acabando con su conductor y desatando horas de violencia y locura en Pedro Juan Caballero.
Lo que vino después es el mismo mecanismo de defensa que nuestro cerebro tiene instalado para estos casos: la cuestión es entre mafiosos y mientras uno no sea parte de ellos nada nos pasará.
Mentira. Esa manera de ver el problema es lo que coloca este tipo de crímenes como algo natural entre nosotros, y si le agregamos una cobertura mediática morbosa, completamos el cuadro de una realidad que nos cuesta asumirla para buscar resolverla.
Paraguay no proyecta un trabajo serio y comprometido contra los delincuentes.
Para muchos es natural y normal que el presidente del Congreso, Roberto Acevedo, afirme que el ex viceministro del Interior y actual fiscal Ibarra haya sido amigo del asesinado Rafaat. Y nada pasa. Ni Ibarra querella a Acevedo ni el Ministerio Público lo aparta del cargo.
Miedo. En este país donde el comandante de la Policía Nacional deja en ridículo a su jefe inmediato, el ministro del Interior, burlándose de su capacidad operativa, y en donde el presidente de la República que vivió mucho tiempo en la frontera ni se animó a hacer campaña en Pedro Juan Caballero, es absolutamente lógico que la gente tenga miedo, porque observa que el monopolio de las armas y la fuerza represiva al crimen no están de su lado, sino sospechosamente aparecen alineados a los otros que promueven y viven del mal.
Esta actitud humana es la que crea el peor escenario para un país vivible y esperanzado. La gente quiere un gobierno comprometido con la gente y que no les tema a las fuerzas del mal.
Así lo hizo Uribe en la convulsionada Colombia creando las condiciones para que las FARC, aliadas al narcotráfico, se aviniera a negociar una paz largamente anhelada.
Los paraguayos necesitamos gobernantes de ese tipo. Sin miedos, complicidades ni temores. Tenemos un problema serio no solo en fronteras, sino en todo el país, desde el momento que la población se muestra inerme e impotente ante el crecimiento de la delincuencia y el crimen.
Es preciso abandonar la tolerancia ante estos hechos afirmando que no es nuestro problema, sino que es asunto entre delincuentes.
Tolerancia. Esa actitud es la que nos sume en la idea de que no tenemos salida. Comparar la violencia de otros países tampoco alcanza. Ciertamente hay menos crímenes que en Brasil, Venezuela u Honduras, pero “mal de otros... consuelo de tontos”.
Aquí hemos visto un peligroso crecimiento y complicidad hacia las fuerzas del mal, que un cura en Caacupé no titubeó en pedir a los feligreses la ayuda de “algún amigo narco para completar la construcción del templo”.
Dejemos de fingir demencia para no terminar llorando los efectos del mal que no pudimos enfrentar con coraje y responsabilidad.