Cuatro caballos estiran la cuadriga a paso marcial. El triunfador va gallardo montado en ella, envanecido por el delicioso regalo que le brindó la fortuna. Solo un casi invisible esclavo lo acompaña sosteniendo sobre su cabeza un ramo de olivo. La comitiva entra a Roma por la Vía Sacra del Foro para ofrendar su victoria. El bullicio va in crescendo. Antes de que el ambiente se vuelva ensordecedor, el esclavo se acerca sutilmente al oído del general victorioso y le susurra: “Recuerda que solo eres un hombre”. Después vuelve a esfumarse. El general calla. Si es inteligente, entenderá el mensaje.
El endiosamiento es un pecado que suelen cometer pueblos como el nuestro, en donde el mesianismo, la entronación en una persona de todas las habilidades para solucionar los problemas mundanos y celestiales es un error habitual. Sin embargo, es peor y más dañino que los receptores del exagerado halago, sin mostrar ningún signo externo o interno de deidad se creen el cuento y obran como dioses malditos ante el espanto del pueblo, que rara vez se da cuenta de que habla de más.
Muchas veces la vox populi se expresa por ignorancia, otras, simplemente por desesperación. Y es precisamente ante el influjo de la angustia del desamparo que debemos hacer de la prudencia virtud e imitando al esclavo del general romano, susurrar al oído del pueblo: “Es solo un hombre”.
Francisco ha generado un entusiasmo con pocos precedentes en nuestra historia. La presencia en el país del jefe de la Iglesia Católica desde este viernes hasta el domingo es un acontecimiento único.
Es ese exceso de entusiasmo ante la figura de un líder religioso carismático, afable y humilde una trampa que se debe evitar. Si bien la fe es ciega, los hechos no son invisibles. Esperar de alguien más de lo que nos puede dar fácilmente nos tirará a los brazos de la desilusión.
Francisco no es un ser divino, aunque su elección, dispone el dogma, es de inspiración divina. Actúa por el deseo de llevar una vida de santidad, en el sentido de que cumple con honestidad los preceptos de su fe en el convencimiento de que es un individuo de trascendencia terrenal y moral. Es él precisamente el que supo despojarse de esos vanos fatuos de falsa deidad.
Nos visita el heredero de Pedro, el constructor de puentes, el guardián de la fe, el reverendo padre, el hombre. Depende de nosotros saber aprehender el mensaje que nos quiere dar.