En tiempos medievales los siervos estaban obligados a pagar tributo a los señores feudales para permanecer en sus tierras y la falsa promesa de protección en tiempos de guerra. Era una explotación institucionalizada. Los recaudadores sabían que si cobraban demasiado podían encender la mecha de la revolución, y si cobraban poco despertarían la ira de los monarcas cuyos lujos se pagaban con ese dinero. Encontrar el equilibrio no era fácil.
El advenimiento de las democracias sustituyó las monarquías por el Estado. Los siervos se convirtieron en contribuyentes obligados por ley a pagar impuestos para que los Gobiernos financiaran los servicios públicos, la educación, la salud, la protección y la infraestructura.
Igual quedaron en la memoria colectiva las injusticias de antaño. Era muy difícil que los ciudadanos estuvieran dispuestos a pagar si no veían que sus administradores usaban el dinero en su favor, si los servicios eran malos o inexistentes y si, al final, los burócratas de turno terminaban despilfarrando la contribución pública con el mismo espíritu de las monarquías depuestas.
Había además otro desafío. Ahora el impuesto debía ser más justo. Quien tuviera más debería pagar más.
La situación no ha cambiado mucho en los siglos siguientes. En ningún lugar del planeta el contribuyente es feliz de serlo, pero está claro que en aquellos lugares donde son más evidentes la utilidad práctica de pagar impuestos y la equidad a la hora de hacerlo hay menor reticencia a tributar.
Por decir, un belga o un noruego sabe que el Estado se quedará con la mitad de sus ingresos, pero también que en contrapartida tiene escuelas, hospitales y transporte público de calidad; calles, rutas, aeropuertos y plazas en excelentes condiciones y seguridad física y jurídica.
Ese ciudadano nórdico sabe además que el accionista de IKEA y el gerente de Orval pagan más impuestos porque tienen más ingresos. Y si bien todos estarán más o menos amargados a la hora de tributar, en general el sistema seguirá funcionando.
Paraguay está entre los países con menor presión tributaria en el mundo; y, sin embargo, debe haber pocos contribuyentes tan molestos a la hora de pagar como el paraguayo. ¿Por qué?
Es simple, porque no ve el resultado de su contribución. Casi todo lo usan para pagar salarios de funcionarios que, en su gran mayoría, no le reportan el menor beneficio. Y la poca obra pública que ve se financia con deudas que él y sus hijos deberán saldar a futuro.
Para colmo, como la recaudación descansa principalmente sobre el consumo y él destina casi todos sus ingresos a consumos básicos, proporcionalmente paga más impuestos que los que ganan más.
Esto explica nuestra sobrerreacción cuando cualquiera habla de cobrar más impuestos, aunque se trate solo de cobrarles a quienes ganan más. Primero hay que corregir el despelote del gasto. Caso contrario, nos seguiremos sintiendo como en el medioevo, con los señores feudales repartiendo nuestro dinero entre cortesanos y damas de compañía.