El video es aterrador. Cuatro o cinco jóvenes, algunos menores de edad, mostrando el producto de una noche muy activa: Fajos de billetes de 100.000, un reloj lujoso, anfetaminas. Viajan en un auto con la música a todo volumen y actúan como si estuvieran bajo los efectos de algún estimulante. La policía identificó a dos de ellos como los posibles agresores de Carlos Javier Bernal, el joven al que le destruyeron el hígado de un balazo para robarle el celular.
Para los estudiosos, esas imágenes pueden ser la constatación del nacimiento de un fenómeno nuevo para estas tierras, pero que ya lleva décadas asolando Centroamérica: la conformación de pandillas criminales, grupos de jóvenes suburbanos organizados para delinquir.
En Guatemala y otras naciones centroamericanas les llaman maras, pandillas delincuenciales que nacieron en las calles de Los Ángeles y Nueva York –integradas mayormente por inmigrantes o hijos de inmigrantes–, cuyos miembros fueron deportados luego a sus países de origen, donde pudieron recomponer su organización con mayor fuerza ante la debilidad de esos Estados pobres.
En México pasaron a trabajar para los cárteles de la droga.
En Paraguay, de acuerdo con datos oficiales, ocho de cada diez motoasaltantes son menores de edad, y nueve de cada diez de esos menores roban para comprar droga o lo hacen bajo sus efectos.
Según la hipótesis policial, el video que mencioné al inicio es el tipo de material que se intercambian ahora grupos de motoasaltantes que comienzan a identificarse como parte de una organización, aunque aún muy precaria. El monto del botín e incluso el nivel de violencia empleada les permitiría ascender en el escalafón no escrito de la logia, donde a mayores resultados y temeridad mayor es el grado de respeto que cada miembro se gana por parte de los demás integrantes de la pandilla.
Son hijos de la marginalidad urbana y de la fiebre del consumismo. Viven al filo de la navaja. Roban para pasarla bien, para comprar droga y algunos lujos. Y se están acostumbrando a matar. Cada vez hay más casos en los que disparan al cuerpo antes siquiera de intimar a la víctima a entregar sus pertenencias.
Es el escenario ideal para una tormenta perfecta. Tenemos los cárteles, un vigoroso mercado negro donde vender el producto del robo, una ancha franja de la población suburbana viviendo en la marginalidad con jóvenes con mínimas oportunidades para salir de ella y una Policía viciada de corrupción y pésimamente administrada.
Si no nos tomamos en serio estos síntomas, pronto dejaremos de hablar de los motochorros como un problema aislado y estaremos metidos de lleno en una guerra dantesca contra las pandillas. Y créanme, basta con mirar las crónicas de la prensa centroamericana para darnos cuenta de que lo que vivimos hasta ahora es apenas la antesala del infierno.