19 abr. 2024

“En el Bañado lo tengo todo”

Sacerdote por vocación y paraguayo por elección. Lleva más de medio siglo combinando su labor religiosa con su lucha social. Emprendedor incansable, encontró entre los jóvenes los aliados ideales para su trabajo revolucionario. Hoy, a sus 85 años, el padre Francisco Oliva sigue levantando su voz crítica y trabajando al lado de los humildes.

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"¡Pa’iiii!”. La voz infantil, proveniente de algún lugar hasta ahora indescifrable, se pierde en la inmensidad del Bañado Sur. El hombre que va caminando por esas callecitas de tierra, sorteando charcos de agua turbia y montículos de basura, mira a diestra y siniestra buscando al autor de aquel llamado.
"¡Pa’iii!”, insiste la voz, gozoza por saberse inencontrable. El caminante hace un nuevo intento, fallido, de encontrar el origen del gritito pueril. Entonces dibuja una sonrisa apenas perceptible y continúa su trayecto, con su andar lento y sus 1,85 m de estatura en leve declive hacia adelante. Y es que se sabe parte de un juego que le proponen cada vez que “baja” al Bañado. Allí, en esa zona marginal de Asunción, donde la miseria y la desesperanza oscurecen el futuro de más de 15.000 personas, el sacerdote Francisco De Paula Oliva, pa’i Oliva para muchos, realiza su recorrido habitual, tratando de encontrar maneras de alejar las nubes grises de la vida en ese lugar.
"¿Qué tal, pa’i? ¿Cómo andás?”. “Nos vemos el sábado en la reunión de líderes”, lo saludan desde la otra vereda. “Hola, mi padre santo, ¿estás mejor?”, pregunta una mujer desde la ventanita de su casa de ladrillos sin revocar. “Pa’i, venga un poco acá. Tengo mi mamá que no camina, si querés visitarle un rato...”, pide otra que se acerca corriendo. Y el hombre de 85 años va contestando saludos y tomando nota mental de todas las necesidades.
El chirrido de la cachaca perturba los tímpanos, mientras el sacerdote va de un lugar a otro. “Ha’e ko nda hógai. Ha’e ko opárupi ocorré” (Él no tiene casa. Él anda por todos lados), lo define otra vecina.
Es en este rincón del mundo donde el pa’i Oliva ha elegido quedarse y ha acomodado su vida hace ya más de 18 años.

¿Por qué decidió vivir en el Bañado?
—Yo acababa de volver de España, después de 27 años de que me hubieran expulsado, y en el país me recibieron como un héroe. Entonces, antes de que me metieran en un museo, quise empezar a trabajar en un sitio distinto. Conseguí que me destinaran al Bañado y aquí estoy hasta ahora. Soy vicario pastoral, tengo tres capillas a mi cargo.

¿Cree que habitar aquí cambia su visión de las cosas?
—Cada uno piensa donde pone los pies. Y yo pongo los pies aquí. Entonces eso influye tremendamente en lo que pienso y en lo que quiero.

¿Lo que hace abarca solo lo religioso?
—Es un doble trabajo: por un lado, el religioso, que tampoco es pura religión, porque desde la religión, la gente también aprende a comprometerse; por otro, el compromiso concreto de luchar por mejorar la suerte del Bañado.

¿Cuál es el principal problema aquí?
—La pobreza. Todo lo que yo le diga a usted de la pobreza es poco: es maldita, es lo peor que hay. Te mata por dentro y por fuera. Por fuera te hace vivir en unas casas de hule, de cartón, de una sola habitación para 10 personas. Y por dentro te quita ideales, te hace ignorante, te saca las ganas de leer, porque no hay manera de hacerlo. Son víctimas del sistema, eso es lo más triste.


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La lluvia lo sorprendió en medio de su recorrido por el Bañado Sur; pero para el pa’i Oliva eso no es un problema. Siempre hay alguien que le ofrece refugio.

¿Conseguirles trabajo sería suficiente para cambiar la situación?
—(Ya en su oficina, saca un par de hojas blancas de un cajón de su escritorio, toma un lápiz y empieza a garabatear en una de ellas: “Necesito escribir cuando hablo”, avisa. Y empieza a explicar). En el Bañado somos 16.000 personas. De esas, habrá 1.000 que no son pobres (dibuja un óvalo), porque tienen un trabajo más o menos digno. Pero hay 15.000 que no lo tienen (pinta un montón de puntitos afuera de la figura), pues lo que hacen unos centenares de ellos en Cateura no es un trabajo: eso es como los esclavos antiguos.
Hace falta trabajo, sí, pero un trabajo que les dignifique (subraya una palabra imaginaria). El de Cateura no es digno. Si los vieras: van a trabajar el día entero en el vertedero, con un calor terrible. Y se ponen cuanta ropa pueden para que la miasma que hay allí no les toque la piel, porque si no, les salen sarpullidos. Llevan todo el cuerpo y la cabeza cubiertos, las mangas hasta los puños, dos o tres pantalones. Se fabrican una especie de escafandra, nada más que los ojos quedan afuera y llevan un garfio en la mano para escarbar porquerías. Es horrible, eso no es humano.Y, sin embargo, es el trabajo más constante que hay. Por ganar G. 20.000 están todo el día en la basura.Y son buenísimas personas, pero muchas están rompiéndose.

¿Cómo se “rompen”?
—Algunos se hartan, entonces se meten en la droga, en el alcohol, en el sexo a lo loco o la delincuencia. Y lo hacen por que están desesperados, no tienen otra salida en la vida. Eso los destroza. Y además, los jóvenes no tienen modelos, sobre todo de figura masculina.

¿Qué peculiaridades encuentra en la gente de este lugar?
—Son personas muy buenas, pero tienen su propia cultura; aunque todos vinieron del campo, ya no son campesinos. Y los hijos de ellos, menos. Pero tampoco son de la ciudad. Es una cultura distinta, nueva. En los mayores queda algo del campesino, conservan allá en el fondo esa bondad, esa sencillez y esa ignorancia de muchas cosas. Pero los jóvenes se van volviendo consumistas, porque la ciudad ejerce su efecto en ellos. Son capaces de matar por unos botines de fútbol. Entonces para los demás, sobre todo para los que tienen plata y para los gobernantes, son gente que sobra (raya con fuerza su hoja). Y es curioso: sobran, y tienen valores muy grandes. Sobran, y son capaces de aspirar a más. Pero sobran, porque ni producen ni consumen en grande.

¿Cree que el Bañado es un lugar estigmatizado?
—Para la ciudad, sí. Cuando alguien de aquí va a buscar un trabajo, no puede decir que vive en 49 Proyectadas, porque, cuando se dan cuenta de que es el Bañado, les dicen: “Ah, bueno. Otro día lo llamamos”. Consiguen desprecio y olvido.

¿En algún momento encontró resistencia a su presencia aquí?
—La resistencia la encuentro ahora. Y no por cuestiones de plata. Aquí hay gente que me odia porque yo tengo prestigio en el Bañado. Son caudillos políticos que me hacen guerra a muerte y hasta dicen públicamente que me tienen que echar. Son muy demócratas esos caudillos (ironiza). Todo eso lo aprendieron en los partidos políticos.

¿Lo amenazaron alguna vez?
—Es natural que defendiendo una causa muy concreta, como lo es la justicia, y en especial la de los pobres, haya personas que no me entiendan. La amenaza mayor la recibí de Lino Oviedo, después del Marzo Paraguayo, desde la Argentina. Debido a eso, durante dos meses tuve una guardia personal de cinco policías con metralleta que me acompañaban en cuanto salía a la calle.
En lo que respecta al Bañado, algunas personas han dicho en una iglesia que tenían que echarme, pero no se atreven a decirlo delante de mí.

Un murmullo con tonos aniñados da vida a la tarde de marzo en un local del barrio Republicano con arquitectura de escuela, a pasos del Bañado Sur. Es la sede de Mil Solidarios, un centro de formación integral fundado por el sacerdote jesuita. Allí se brinda refuerzo escolar, ayuda sicológica, desayuno o merienda y un salario/beca mensual a chicos de la zona, a cambio de que asistan a la escuela. También se ofrece formación humana, religiosa y académica a estudiantes secundarios, buscando prepararlos para que puedan ingresar a una universidad.
Niños de diversas edades ocupan hoy todas las salas disponibles. Todas menos una. La que tiene el número 3 en la puerta posee un solo ocupante, que no es casual, sino permanente: es el dormitorio del pa’i Oliva, una pequeña habitación donde no entra mucho más que una cama de una plaza, un sofá de un cuerpo y un pequeño ropero. Al lado, otra pieza hace las veces de oficina. Un sencillo escritorio, estantes con carpetas y papeles, un teléfono de línea baja y una computadora constituyen todo el mobiliario. Un bebé en blanco y negro lo mira desde un portarretrato colgado en la pared. Es él mismo, en brazos de su madre y su padre, cuando apenas tenía unos meses de vida. En otra foto sonríen sus sobrinos biológicos, y en una más, un grupo de jóvenes a los que llama “mis hijos de España”, con quienes trabajó en su país natal.

¿Qué abarcan las clases de formación?
—Por un lado, hacerles comprender por qué son pobres y que solamente esforzándose van a salir de eso. Además, están el arte, los juegos y la parte religiosa. Eso, aparte del apoyo escolar. Y también hacemos evaluaciones para ver si los chicos avanzan o no, porque las notas del colegio son mentira, es pura memoria.

¿No se les enseña a pensar?
—(Menea la cabeza). Se pasan la clase copiando en el cuaderno lo que el profesor les pone en la pizarra. Como son niños que no pueden comprar libros ni fotocopias, entonces aprenden de memoria nomás lo que copian. O sea, es inútil, inútil, inútil. (Da vuelta una hoja que ya llenó de garabatos). Ahora tenemos un grupo chiquito de niños, unos 120, de 4.°, 5.° y 6.° grado, a los cuales les damos clases con la esperanza de que no lleguen “maleaos” al 7.°, con drogas.

¿Cómo hacen para solventar todo esto?
—En Paraguay hay personas a las cuales les sobra la plata, como no te puedes figurar. Y hay algunas de ellas que no son egoístas, entonces nos ayudan en esto.

¿En algún momento se ha sentido desesperanzado o ha tenido ganas de abandonar todo cuando los resultados no fueron como quisiera?
—No. Me ha dado rabia (clava sus ojos azules en algún punto de la pared que tiene enfrente), porque, cuando se ha fallado aquí, la culpa la hemos tenido nosotros, no los niños. Está la Asociación Mil Solidarios, con su equipo técnico y los profesores. Y después vienen los alumnos. Aquí (dibuja un círculo donde están los profesores y lo remarca), aquí es donde no quiero que me fallen.

¿Cuáles son las cosas que le dan fuerzas en este trabajo?
—Primeramente, mi fe en Dios, porque él quiere que seamos felices. Y es que eso es ser cristiano: luchar por la felicidad de la gente. Nosotros somos instrumentos de él para hacerlo. Dios me da la fuerza, pero la mano la tengo que poner yo. Por otro lado, me impresiona mucho ver los ojos de la gente. A través de ellos veo lo que sufren: una barbaridad. A mí me horroriza pensar que dentro de 20 años el Bañado siga igual o peor que ahora. Y puede estar mucho peor. En los años que llevo acá, la droga ha crecido tremendamente, como no te puedes figurar.

De la mano de la pobreza...
—El Bañado es así (dibuja otra vez, ahora una pirámide): aquí están los mayores (señala la punta), los medianos (en el nivel siguiente), luego los jóvenes y los niños (los pone en la base). Nosotros estamos atendiendo a los medianos y a los jóvenes, pero aquí —muestra la base— casi no atendemos. Y esta es una fábrica de niños, que crecen como gatos salvajitos por el Bañado y forman pandillas chicas que son terribles, peores que las de grandes. Estamos fabricando cretinos; la mitad de ellos lo será el día de mañana (remarca en la hoja y raya con rabia), con un coeficiente de inteligencia mínimo. ¿Por qué? Porque una vez que los destetan —que es pronto, porque enseguida viene otro niño— no toman leche, lo que toman es tereré o mate o refrito (tortilla). Aquí hay por lo menos 500 niños que van derecho a ser cretinos. Ese es uno de los problemas (la malnutrición) que también quisiera atacar. Vamos a ver si podemos.

Fueron dos semanas. Casi 15 días de viaje en barco, sufriendo mareos y vomitando con frecuencia, aferrado a la baranda en la cubierta. El olor a gasoil que impregnaba los camarotes de segunda y tercera clase, hacía aun más sufrida la travesía. Pero lo importante era llegar a destino, y lo consiguió: el 2 de abril de 1964, el sacerdote español Francisco Oliva arribó a Paraguay.
Dejaba atrás su país, España; su ciudad, Sevilla, a sus padres y tres hermanos. Tenía 36 años y traía consigo unas ganas inmensas de brindarse a los demás y una amplia formación académica: graduado en Estudios Humanísticos, tenía, además, una licenciatura en Filosofía y otra en Teología.
Lo recibía una nación en plena dictadura, al igual que la misión de desempeñarse como padre espiritual del colegio Cristo Rey y de dar clases en la Universidad Católica, en la asignatura Introducción a los Medios de Comunicación.
Mientras se larga a llover intensamente y las gruesas gotas van haciendo crujir los techos de zinc del Bañado Sur, el pa’i rememora con vida aquel día en que pisó Paraguay por primera vez. “Ese día llovía más que hoy”, cuenta, con un dejo español que no ha perdido del todo.

¿Qué tipo de país esperaba encontrar cuando venía en ese barco?
—No fue un pensamiento que tuve. Yo sabía que iba a una cosa nueva y decía: “Vamos a ver”. Y eso me ayudó, porque no tenía una idea preconcebida, ni a favor ni en contra, entonces fui descubriendo el Paraguay, en gran parte gracias a las conversaciones con los jóvenes del bachillerato del Cristo Rey, que entonces era un colegio de clase media pa’ abajo.

¿Cómo surgió la idea de las misas a gogó (con estilo renovado)?
—Era muy difícil dar la misa los domingos, porque iban solo tres viejecitas, entonces los sermones que yo preparaba no servían pa’ naa. A mí me animaba una de ellas que siempre decía que sí con la cabeza. Pero al cabo de un tiempo me enteré de que solo lo hacía pa’ darme ánimos... porque era totalmente sorda.
Entonces yo dije: “Esto no sirve pa’ lo que yo quiero”. Y les pedí a los muchachos del colegio Cristo Rey que me ayudaran a hacer las misas de otra manera. Entonces incorporamos una guitarra eléctrica, otro tocaba el órgano y empezamos a darle un ritmo distinto a las músicas. Por ejemplo, había una que no queríamos cantar nunca, porque era aburridísima: “Túuu... has venido a la orillaaaa...”. Pero le cambiamos el ritmo y sonaba diferente. Y, además, yo decía la misa con mis palabras, con libertad, hablando de la realidad del país.
Eso a la gente le gustaba, y entonces empezaron a venir más jóvenes. Pero también empezó a venir la Policía con su grabadora, porque lo consideraba algo subversivo.


¿Sintió miedo alguna vez viviendo en dictadura?
—Fíjate: yo era pícaro. Nunca nombré al presidente ni me importaba, pero cuando hablaba con los jóvenes, ponía ejemplos de Brasil o de Argentina, que estaban en dictadura. Y después preguntaba, trayendo el ejemplo a propósito: “Si esto se diera en Paraguay, ¿ustedes qué harían?”. Y ahí ya estaba todo hecho. Lo demás salía solo. Ellos tenían que pensar por sí mismos.

¿En qué momento cambió la sotana por la guayabera?
—Hacía años que pensábamos que era una imbecilidad llevar la sotana. Nos separaba. Una vez dirigí un cine-debate con la película Lawrence de Arabia, y cuando salí y estaba entre toda la gente con esa sotana blanca, me vi tan parecido a ese personaje que decidí dejar de usarla. Había algunos retrógrados a quienes no les gustaba eso. “Pero, allá ellos —dije—, que hagan lo que quieran: yo estoy muy bien así”. Eso sí, el quitarme la sotana me ha dado varios sustos, porque antes, cada vez que iba a bajar del colectivo, el ómnibus no echaba a andar hasta que yo ponía los dos pies sobre la tierra. Pero sin sotana, abren la puerta y van a lo loco, a que te caigas. Varias veces me quedé ahí dando vueltas. Hasta que me acostumbré a bajar: me agarro de un solo lado y suelto rápido.

El no hablar guaraní, ¿fue una traba para usted en algún momento?
—No. Pero siempre quise aprender, creo que he empezado como 10 veces a tratar de hacerlo, pero nunca pude pasar de la lección 25, ha sido un fracaso siempre. Es una pena eso. Lo he intentado aquí y también en Argentina, con los inmigrantes. En realidad, a mí lo que me daría vergüenza es hablar mal el guaraní, así como hablan algunos norteamericanos. Eso es burlarse de un idioma, es una falta de respeto. Entonces yo he decidido no hablar guaraní. Sí escribo frases algunas veces. Y también puedo entender cuando me hablan, si yo manejo la conversación. ¿Sigue lloviendo?

¿Cómo ve hoy la situación política del país?
—(Responde sin dudar). Mal. Hay mucha pelea, mucha desunión. Por eso, otro trabajo que tengo, que me he propuesto, es tratar de unir las fuerzas que quieren la liberación verdadera del Paraguay.
La situación política actual es muy compleja. Estados Unidos desea sacarnos del Mercosur y meternos en la Alianza del Pacífico, lo cual es violento, porque naturalmente nuestra geopolítica está en el Mercosur. Por otra parte, el Gobierno de Cartes nos quiere llevar hacia donde no queremos: un neoliberalismo en el que sobran campesinos y pobres, pero lo más que van a conseguir es que se conviertan en mano de obra barata. Los campesinos y los pobres son lo que más abunda en el Paraguay.

Muchos lo califican de “zurdo”. ¿Se considera de izquierda?
—Si ser de izquierda es la opción preferencial por los pobres que Jesús impulsó con sus palabras y vida en el Reino de Dios: sí, lo soy.

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El presente y futuro del Bañado Sur es la principal preocupación de este sacerdote español que se nacionalizó paraguayo. “Me horroriza pensar que dentro de 20 años esto esté igual o peor”.

Usted ha acompañado muchas luchas ciudadanas, lo cual lo convierte en cierto modo en un activista político. ¿La Iglesia lo ha criticado por eso?
—Todo lo que hacemos y todo lo que no hacemos influye positiva o negativamente en la vida. Eso se llama política, con mayúsculas, que es distinta a la militancia dentro de un partido político. Por supuesto que esto no ha gustado siempre a todos los de la Iglesia.

¿Qué meta le quita el sueño?
—Es una meta que me gustaría cumplir en el Bañado, pero también en todo el Paraguay: que podamos trabajar en equipos. Porque anda cada uno por su cuenta y peleándose con los demás, y eso resta fuerzas para luchar y no lleva a ningún lado. Que el Paraguay se una. Esa es la única manera de lograr algún cambio.

¿Hay mucha distancia entre las teorías religiosas y la realidad?
—Si pensamos que el deseo de Dios es la felicidad de la gente, no. Lo que a mí me sorprende es que yo digo eso y nadie se entusiasma, cuando en realidad deberían hacerlo, pues lo que estoy diciendo es que está en nuestras manos ser felices en la Tierra, pero hay que luchar...


¿Cree que la Iglesia Católica necesita una renovación?
—Totalmente.Y esa renovación de alguna manera ha comenzado con el papa Francisco. Pero renovación de verdad. Ser cristiano no es el culto, no es la alabanza, nada de eso. Esos son medios. Ser cristiano es comprometerse con la gente, sobre todo con los más abandonados. Comprometerse con ellos para que sean felices. Eso es ser cristiano.

¿Y qué es la felicidad para la Iglesia?
—Primero, tener cubiertas las necesidades esenciales, como la comida, la vivienda, el trabajo, la ropa, la salud, porque sin ellas es inútil. Pero también las espirituales: el cariño, el respeto, el poder divertirse sin hacerse daño, el descanso, amar a la gente.

En base a eso que me dice, ¿usted se considera una persona feliz?
—Privilegiada. Y eso me da vergüenza. Yo aquí tengo todo: comida, vestido, paz. Alimento material y espiritual.

"¿Ya paró la lluvia?”, insiste.
“Todavía no”, le contestan.
Entonces mira con esos ojos profundos y susurra, tranquilizador:
“Pero ya pronto va a parar”.

Texto: Silvana Molina
Fotos: Javier Valdez.