28 mar. 2024

Emberas colombianos pasan de tenerlo todo a no tener nada por la violencia

Quibdó (Colombia), 20 mar (EFE).- Las tupidas selvas del departamento colombiano del Chocó, fronterizo con Panamá, eran el hogar de 117 indígenas embera que tenían cultivos, abundante caza y pesca en el río Munguidó, que de fuente de sustento se convirtió en vía de escape para salvar sus vidas.

Fotografía del 18 de marzo de 2017, de un grupo indígenas Embera en una comunidad en Quibdó (Colombia). Las tupidas selvas del departamento colombiano del Chocó, fronterizo con Panamá, eran el hogar de 117 indígenas embera que tenían cultivos, abundante c

Fotografía del 18 de marzo de 2017, de un grupo indígenas Embera en una comunidad en Quibdó (Colombia). Las tupidas selvas del departamento colombiano del Chocó, fronterizo con Panamá, eran el hogar de 117 indígenas embera que tenían cultivos, abundante c

“Allá yo era el gobernador indígena, vivíamos felices, ninguno de nosotros pasaba hambre y los niños menos. Si uno quería pescado iba al río, si quería venado iba al monte y si lo que quería era tortuga, también se encontraba. Teníamos todo, hasta libertad”, dice a Efe Hortencio Tanikamo.

Sin embargo, la violencia del conflicto armado colombiano obligó al líder embera y a su gente a salir de la selva y ahora ocupa una casa edificada sobre palafitos en una porción del barrio Bahía Solano, tal vez el más pobre de Quibdó, la capital el Chocó, departamento colombianos marcado por el atraso.

El indígena no recuerda con exactitud la fecha en que tomaron la decisión conjunta de salir del resguardo (reserva) pero lo que sí tiene muy presente es que fue “porque hombres armados llegaron y mataron a dos compañeros”.

A bordo de pangas, pequeñas embarcaciones de madera, Hortencio y otras 116 personas se acomodaron como pudieron y remaron “todo el santísimo día” hasta que llegaron a Bahía Solano, en donde también habitan negros y mulatos que tienen en común el ser desplazados por la violencia que les ha llovido de todos lados.

Fue el único sitio en donde encontraron lugar para intentar comenzar una nueva vida pero no ha sido fácil porque ahora están reducidos a una pequeña porción de tierra en donde malviven en casas de madera sin servicios públicos y que, en varias oportunidades, han sido presa de las furiosas aguas del río Atrato que se lleva las gallinas que crían para tener una proteína en su pobre dieta alimenticia.

“Preferimos huir por el río. No sabemos quiénes mataron a los amigos pero el miedo a perder la vida nos hizo llegar a este sitio en donde no tenemos sino el día y la noche porque no tenemos tierra para cultivar y el pescado del río no es bueno”, explica Hortencio mientras observa desde su casa a varias mujeres preparar en un fogón comunitario el arroz que será la única comida del día.

Sus únicas fuentes de trabajo las componen aserraderos de la zona donde los contratan por 30.000 pesos diarios (unos 10 dólares) para que carguen madera, o quitando malezas a punta de machete.

“De resto nada más”, sostiene Ómar Ibamia, sobrino de Hortencio, que con vehemencia reclama que “ningún gobierno” les ha ayudado en la situación, que para ellos comenzó en 2003, año en que llegaron a Bahía Solano.

De todos modos, recuerda, que la ONU a través de ACNUR sí les ayudó varios años con comida y medicinas lo que les permitió mejorar su precaria situación pero “hace algún tiempo la suspendieron”.

Y es que de pasar de tener “todo” ahora sufren para conseguir lo mínimo necesario y pese a que lo intentan, dicen “no levantamos cabeza” por lo que intentan suplir sus necesidades con la cría de una docena de cerdos en un corral de madera levantado sobre troncos.

“Es para que si llega el río, no se los lleve”, aclara Hortencio, que sigue tratando de guiar a los suyos en medio de una selva humana y de casas.

Él, que lleva la vocería de su gente, asegura que si el Gobierno les garantiza seguridad, educación y salud “todos nos regresamos, pero es que no nos ayudan con nada, ni siquiera con herramientas para cultivar”.

“Tenemos miedo de que nos maten. A nadie le gusta vivir en sitios que no conoce, pero por salvar la vida nos vemos obligados a estar acá como desplazados”, afirma con un castellano mezclado con palabras de su pueblo para explicar el porqué no regresan.

Según Iris Mena, una enfermera que trabaja en el centro de salud de Bahía Solano y que ha hecho amistad con los embera, “ellos viven tranquilos y cuando se enferman, van al centro de salud. Las mujeres embarazadas no van a hacerse los controles porque, según sus creencias, su cuerpo no debe ser tocado por nadie”.

Explica que a los indígenas los afecta principalmente el paludismo, la tuberculosis y la anemia por la pobre dieta alimenticia.

Hortencio está seguro de que si el Gobierno les ayuda, ellos y otros 1.500 indígenas emberas que viven en el casco urbano de Quibdó estarían dispuestos a regresar a sus resguardos.

De momento, siguen esperando una solución porque de nada sirven actos del Gobierno como el hecho de que en 1992 una mujer embera haya sido el rostro escogido por el Banco de la República (emisor) para plasmarlo en el billete de 10.000 pesos (unos 3,5 dólares) porque entre otras cosas “poquitos de esos han pasado por nuestras manos”, dice.

Ovidio Castro Medina

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