En Itápolis, en el estado de São Paulo, viven 42.000 personas. La gran mayoría de ellas depende del trabajo estacional en la producción de naranjas. La ciudad se publicita como la mayor productora del cítrico en el mundo. El 50% del zumo que se consume sale de esa ciudad. Allí el paisaje –a lo largo y ancho de más de 600.000 hectáreas– es monocromático, gracias al monocultivo agroexportador. Hace un tiempo, vio disminuirse sus mercados europeo y estadounidense, por lo que las frutas se pudrían en grandes cantidades. 46.000 hectáreas han dejado de cultivarse en los últimos años. Un reportaje televisivo francés –cuyo abastecimiento de jugo de naranja depende de la producción brasileña– encontró a una recolectora que debía juntar 6.000 unidades diarias para llegar al mínimo del salario. Los trabajadores cobran una miseria por kilo, en jornadas que exceden las ocho horas, y están expuestos a los pesticidas. Cutrale, la más grande multinacional del rubro, mueve 3.000 millones de dólares anuales. Hace una década, una investigación fiscal binacional determinó que la empresa brasileña superó a sus competidoras en EEUU mediante el pago de sueldos bajísimos y la negación de prestaciones a los trabajadores en Itápolis. Además, Europa y Estados Unidos han comenzado una fuerte restricción al consumo, cuestionando su carácter saludable.
Aún así, las plusvalías del agronegocio siguen siendo siderales.
A pesar de que, en el contexto del capitalismo mundial, Itápolis genere hechos que guardan relación con delitos que importan directa e indirectamente a millones de personas –tanto en la producción como en el consumo de alimentos–, por lo menos yo no había visto antes su nombre en la prensa. Hasta la semana que pasó. Medios de todo el ámbito hispanoamericano reprodujeron la historia de Flavio Fernando de Oliveira, un joven de 18 años en cuya casa la Policía encontró 384 libros robados de la Biblioteca Municipal de la ciudad. En la crónica del diario El País, de Madrid, el productor de la mitad de las naranjas del mundo se merece el apelativo de “modesto municipio”. Ninguna crónica alojó, que yo haya leído, la palabra “naranja”.
El joven habitante de un barrio humilde no había vendido ninguno de los libros. La Policía prefiere llamarlo loco. Sus parientes, no. Él mismo suena cuerdo. Cuando fue preguntado por qué había sustraído los volúmenes, contestó: “Para leerlos”.
Mientras tanto, grandes productores de Itápolis son investigados por lo se ha llamado la “mafia de la merienda escolar”. Los acusan de fraguar documentos, aprovechando una ley de incentivo a la pequeña agricultura familiar, para ubicar sin licitación sus propios productos agroindustriales.
La universidad más cercana al “ladrón de libros” está a cien kilómetros de su casa.