Tras la masiva difusión por las redes sociales del video sexual que involucra a un conocido legislador de nuestro país, las cuestiones sobre la vida privada de los llamados “representantes del pueblo”, la relación del hecho con la idoneidad del cargo, el valor de la exhibición de un material de este tipo, el interés de los lectores hacia el contenido de la filmación, entre otros puntos, recobran protagonismo en los diversos ambientes. Todos, de alguna forma, tenemos una postura y también preguntas al respecto. Pero esencialmente cabe preguntarnos: ¿Hasta qué punto la separación entre lo público y lo privado en quienes cumplen funciones públicas? ¿Influye en algo su actividad privada con la que realiza en el cargo electivo que ocupa?
Aquí hay que reconocer que existen derechos esenciales que deben ser considerados, como el de la libertad de expresión o el derecho a la información, y velados en función a la transparencia de la gestión pública. Sin embargo, estos –se sabe– no pueden despreciar a otros, como el de la intimidad; aspecto fundamental para el ser humano.
No obstante, especialistas de la ética y el manejo informativo hablan de una intimidad limitada o recortada de autoridades y referentes de la política, sobre todo, cuando el bien público está de por medio. Y es así, pues, que hay una relación casi indivisible entre el ser de la persona y su compromiso con los electores, los contribuyentes, la sociedad.
Pero más allá de estos elementos, hay algo más sencillo que percibe la gente cuando surgen estos casos: esa persona no es confiable. ¿Cuánto me puedo fiar de un político con vida desordenada? ¿Por cuánto tiempo más los desbordes personales no afectarán la gestión pública?, son preguntas que inquietan al ciudadano.
Hay que reconocer que nadie desea tener a un representante en el Congreso de la Nación o en puesto de decisión estatal, que sea, por ejemplo, adicto a la pornografía, que guste de encuentros sexuales con menores de edad, o sea protagonista de violencia doméstica, aunque nunca haya salido a la luz pública. Todos deseamos que los cargos públicos y electivos sean ocupados por personas idóneas, honestas e íntegras, pero tampoco es reprochable exigir un perfil ético aceptable. No se puede, y hasta no es realista, separar estos dos aspectos; la persona es una sola, y una cosa termina reflejándose en otra. Los casos de doble vida o moral necesitan superarse.
En una época en donde la apariencia tiene más valor que aquello que somos –y muchas veces somos más nosotros en la intimidad– es justo pretender que los políticos y representantes ya ni siquiera sean ejemplos impolutos sino, por lo menos, hombres y mujeres con un mínimo de coherencia, y mucho más de dignidad.