El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud..., virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos. Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, “hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma”. Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
Es propio de la amistad dar al amigo lo mejor que se posee. Nuestro más alto valor, sin comparación posible, es el haber encontrado a Cristo.
No tendríamos verdadera amistad si no comunicáramos el inmenso don de nuestra fe cristiana. Nuestros amigos deben encontrar en nosotros, los cristianos que quieren seguir de cerca a Jesús, apoyo y fortaleza y un sentido sobrenatural para su vida.
La seguridad de encontrar comprensión, interés, atención les moverá a abrir su corazón confiadamente, con la seguridad de que se les quiere, de que se está dispuesto a ayudarles. Y esto, mientras realizamos nuestras tareas normales de todos los días, procurando ser ejemplares en la profesión o en el estudio, fomentando siempre la amistad, estando abiertos al trato y al afecto con todos, impulsados por la caridad.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, Ciclo C, Pascua).