Gran parte de la clase política sigue manejándose con un criterio patrimonialista de los bienes públicos: consideran que el dinero que proviene del pago de los impuestos de los ciudadanos les pertenece y pueden hacer con él lo que se les viene en ganas.
Dejando de lado el criterio de que los fondos del Estado deben ser empleados con racionalidad en las áreas de mayor necesidad para el bienestar de las personas y el desarrollo del país, Oviedo Matto y González Daher –en sus respectivas presidencias de la Cámara de Senadores y, por lo tanto, del Congreso– han contratado a 400 nuevos funcionarios, a los que en el año se les paga en total más de 12.000 millones de guaraníes, cerca de tres millones de dólares.
Si se considera que el estudio de la situación actual del Senado hecho por el Centro de Adiestramiento en Servicios (CAES) encontró 1.400 empleados en el Senado, el 30 por ciento de los asalariados –es decir, uno de cada tres– fue nombrado en las administraciones de esos dos políticos.
Es evidente que las contrataciones se hicieron con criterios prebendarios y no han respondido a verdaderas necesidades. De ello hay que deducir que los dos políticos, ubicados en posiciones de adoptar determinaciones, han tomado decisiones que solo favorecen a sus intereses particulares clientelistas, no a los del país.
No solo ellos abusaron de su poder. Otros también lo hicieron, como el ahora ex senador Alfredo Jaeggli que, en dos meses y medio de mandato, nombró a 60 nuevos funcionarios. Con esa celeridad, en un año hubiera sobrepasado en número de nombramientos a González Daher y Oviedo Matto.
Uno de los mandatos principales de la Constitución para el Congreso, según su artículo 202, es velar por la observancia de la Carta Magna y las leyes. Esto conlleva la obligación de ejercer con responsabilidad los cargos al frente de las dos Cámaras, haciendo uso honesto y racional del dinero público.
Los presidentes del Senado que actuaron discrecionalmente, a estar por sus actitudes, han considerado como normal dilapidar el dinero que se les dio para administrar, inflando la nómina del personal de la Cámara Alta.
Ellos no fueron los únicos culpables del desborde. Por su actitud pasiva o por su participación activa en algunas contrataciones, los demás senadores han sido cómplices del desmadre institucional.
La consecuencia de esa manera de manejar el patrimonio colectivo es el aumento de la pérdida de credibilidad. La cual es fundamental pues los senadores deben tener autoridad moral para juzgar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia o para convocar a altos funcionarios de la Administración Pública para interpelarlos, tal como le permite el artículo 193 de la Constitución.
La conducta de los que fueron presidentes del Senado daña al Poder Legislativo, pero sobre todo al país, cuyos escasos recursos fueron utilizados para dar beneficio a unos pocos y perjudicar a la mayoría.