25 abr. 2024

El tratamiento del Presupuesto

Por Yan Speranza Presidente del Club de Ejecutivos

Si bien la vorágine política es intensa en estos tiempos electorales y toda la información parece estar vinculada de alguna u otra manera a las candidaturas, debemos recordar que estamos en un momento del año en donde el Poder Legislativo tiene la delicada y fundamental tarea de estudiar el Presupuesto General de Gastos para el 2018, proyecto que le fuera presentado por el Poder Ejecutivo.

En nuestro diseño constitucional, el Congreso tiene amplias potestades para modificar el presupuesto como quiera, estableciendo sus propios supuestos y prioridades.

Esto significa por ejemplo que podría eventualmente incrementar las proyecciones de ingresos establecidas por el Ministerio de Hacienda y, en función a ello, también aumentar determinados gastos, de manera que el déficit total previsto no se vea modificado.

Pero asimismo esa potestad le podría permitir analizar a profundidad la estructura de gastos propuesta para cada dependencia y corregir cuestiones que puedan ser inadecuadas o que no respondan precisamente a las prioridades de desarrollo del país.

Es decir, el poder que le otorga la Constitución al Congreso en cuanto al tratamiento del Presupuesto puede ser utilizado de manera irresponsable o de manera positiva en una lógica de división de poderes que busca finalmente que este instrumento anual tan importante –el Presupuesto– pueda verdaderamente corresponder al desarrollo.

Al ser un órgano eminentemente político, las definiciones se van dando naturalmente a partir del debate de ideas –muchas de ellas desde visiones muy diferentes de la realidad– y de la negociación en la búsqueda de acuerdos y coincidencias.

El problema es que en momentos de contiendas electorales, la discusión de ideas se ve fácilmente contaminada por cuestiones muy coyunturales y de posicionamiento inmediato, aprovechando la posibilidad justamente de asignar recursos a determinados programas, proyectos o lo más temido siempre... ¡salarios!

El antecedente más nefasto lo tuvimos en el tratamiento del Presupuesto para el año 2012, cuando desde el Congreso se decidió una suba general de los gastos salariales en el orden del 34%.

Eso en términos monetarios ha significado gastos extras en salarios de unos 750 millones de dólares, que además se mantienen en el tiempo desde ese momento, pues se convierte en algo permanente que sigue afectando a los presupuestos posteriores.

De hecho, hasta ese momento habíamos tenido como país superávit fiscales en los últimos ocho años anteriores. Pues bien, de la noche a la mañana eso terminó abruptamente con la suba salarial mencionada y desde entonces hemos entrado en sucesivos déficits fiscales que continuarán seguramente por un buen tiempo.

Fue un shock importante para las finanzas públicas y la recuperación total llevará su tiempo afectando la posibilidad de invertir recursos en otras áreas críticas para el país.

De alguna manera, a partir de ese momento de gran irresponsabilidad, pareciera que las aguas se calmaron un poco y los subsiguientes presupuestos tuvieron un tratamiento más racional.

El año pasado tuvimos de vuelta una situación muy particular cuando el Congreso aprueba un presupuesto en donde ponía seriamente en riesgo nuestra macroeconomía, cortando fuertemente la posibilidad de emitir deuda al gobierno y limitando la capacidad del Banco Central de manejar con la suficiente flexibilidad la política monetaria.

Es decir, se obviaron delicados criterios técnicos que hacen a la estabilidad económica de un país y esta situación desembocó en algo inédito y complicado para el país: el veto total del Presupuesto por parte del Poder Ejecutivo.

Hoy estamos funcionando con el mismo presupuesto del 2016, lo que ha obligado a decenas de reprogramaciones en una dinámica que se complejiza enormemente.

¿Dónde estamos hoy? Aún es difícil evaluar pero la intensa dinámica política genera sin dudas un fundado temor en una buena parte de la sociedad.

Debemos permanecer muy atentos y exigir un tratamiento responsable al Congreso, corrigiendo lo que haga falta en el PGN, pero sin poner en riesgo cuestiones básicas que hacen a nuestra economía.