24 abr. 2024

El soponcio del cardenal

Era cosa sabida que Santos Abril y Castelló, cardenal de la Santa Romana Iglesia, no tendría una tarea fácil como visitador apostólico de su santidad, el papa Francisco, en las tierras que varias centurias atrás sirvieron de escenario a una de las gestas más destacadas en la historia del cristianismo: las misiones jesuíticas. Lo que pocos suponían es que el hombre sufriría un soponcio en el cumplimiento de sus delicadas funciones.

Al llegar nomás a suelo guaraní, ya nos daba la impresión de que su frágil constitución física no parecía ser la más adecuada para lidiar con el pesado fardo de una Iglesia como la paraguaya, signada por una de las peores crisis institucionales que le tocó soportar en sus ya casi 500 años de historia.

La segunda más grave, según mi modesto entender, desde que en 1868 el cura Fidel Maíz, a la sazón fiscal de sangre de Francisco Solano López, recomendara el fusilamiento de nada menos que su superior, Manuel Antonio Palacios, obispo del Paraguay.

Es más que comprensible la indisposición sufrida la semana pasada por el cardenal Abril y Castelló. Durante 2.000 años, es casi de todo lo que se ha visto en la historia de la Iglesia, desde los papas mundanos repletos de amantes e hijos del Renacimiento, hasta los curas pederastas de esta revolucionaria era posmoderna.

Pocas veces, sin embargo, se había constatado el caso de un prelado que, en un desesperado intento por defender a un cura envuelto en un escándalo de implicancias legales a nivel internacional, acusara a la cabeza visible de la Iglesia paraguaya de ser –según los homofóbicos cánones eclesiásticos– un hombre indigno e infiel a su vocación.

No contento con ello, el prelado en cuestión amenazó al resto del episcopado –con el que está en pie de guerra– con seguir ventilando públicamente sus miserias. Escándalos que, a la postre, salpican a la misma Santa Sede, por haber sido ella la responsable de que tuviéramos obispos de tan baja ralea.

Así las cosas, es más que lógico el desvanecimiento sobrellevado por el visitador papal. También será comprensible si, fiel a la tradición de la institución que representa, decide mirar para otro lado y oculta con un piadoso manto de silencio las “desprolijidades” de la pintoresca fauna eclesiástica criolla.

En esta tarea de encubrimiento, puede tener su eminencia reverendísima la seguridad de contar con un aliado imprescindible: el tiempo, ese poderoso factor que todo lo matiza y lo hace olvidar.

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