20 abr. 2024

El secreto de la felicidad

Luis Bareiro

La semana pasada se dio a conocer el resultado de la mayor investigación que se haya realizado sobre las causas de la felicidad.

Comenzó en la década de los treinta y supuso el monitoreo de las vidas de 700 personas a lo largo de más de ochenta años, incluyendo a sus hijos y en muchos casos a sus nietos.

El estudio —a cargo de la prestigiosa Universidad de Harvard— abarcó todos los ámbitos que hacen a la vida de una persona: la salud, el trabajo, la familia, la pareja, los amigos, las tendencias políticas y religiosas, sus pasiones deportivas, sus vicios, su economía.

Toda la información fue procesada para buscar un elemento en común, un factor que se repitiera en todos los casos de los individuos que hubieran alcanzado un mayor nivel de satisfacción en su experiencia de vida, y que ese grado de conformidad se hubiera reflejado además en su calidad de vida en términos de salud física y mental.

El resultado fue unánime: de acuerdo con las experiencias de más del 96% de las personas afectadas por ese seguimiento sistemático a lo largo de ocho décadas, la felicidad depende de los otros. Para ser más precisos, lo que marca el grado de satisfacción con la propia vida es la calidad de la relación que mantenemos con los demás.

No es el dinero ni la fama ni la salud ni el éxito profesional sino cuán estrechas son las relaciones que tenemos con las otras personas: la familia, la pareja, los amigos, los compañeros de trabajo, los vecinos.

Semejante conclusión parece salida de uno de esos libros de autoayuda o de una prédica religiosa o de un discurso humanista, pero no es así. Es un hecho científico.

Si es posible hablar de una vida feliz —lo que probablemente suponga en realidad la suma de momentos de satisfacción a lo largo de la existencia de una persona—, la estadística refiere que ella es en el 96% de los casos consecuencia de las buenas relaciones con otras personas.

En las antípodas de esto —y siempre de acuerdo con el experimento de Harvard—, nada produce mayor sensación de infelicidad que la soledad, que carecer de relaciones afectivas intensas con otros seres humanos. Se preguntará cuál es la utilidad práctica de semejante conclusión. Pues es enorme.

Es un hecho científico y, por lo tanto, debería estar en el centro de todas las políticas públicas. Todas nuestras construcciones como colectivo humano, la educación formal, la salud pública, la seguridad, la infraestructura, la organización de nuestras ciudades, el transporte, el modelo económico, todo debería orientarse a facilitar las relaciones entre las personas.

Si descubriéramos que comer pescado en las mañanas garantiza en un 96% que vivamos hasta los cien años, organizaríamos el mundo de forma tal que todos podamos probar ese bocado antes de arrancar el día.

Si la calidad de nuestras relaciones con los demás asegura en un 96% nuestra propia felicidad, ¿no es lógico que organicemos el mundo priorizando esas relaciones?

Puede que esto aclare por qué a veces en la periferia del mundo tenemos la impresión de tener buenas dosis de felicidad, aunque no sepamos explicárnoslo.

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