En una de las primeras clasificaciones sobre los regímenes políticos que conoció la civilización occidental, el gran filósofo griego Aristóteles concibió a la monarquía, la aristocracia y la democracia como sistemas puros de gobierno. En todos los casos, explicó, la causa de la legitimación debía ser encontrada en el empeño que ponen los representantes del pueblo para promover el bienestar de la mayoría. Más allá de cualquier otra consideración acerca de la condición social de los gobernantes, Aristóteles enseñaba que la única nobleza admisible es la de la virtud.
Es oportuno, pues, formular esta reflexión en los tiempos que vivimos y a la luz de las informaciones que se propalan últimamente sobre el denigrado nivel de vida que ostentan muchos de los exponentes de nuestra clase política, sobre todo entre los miembros del Poder Legislativo.
Ser parlamentario no es una función menor en un sistema democrático. Ponderando acabadamente la gravedad de la misma, así como la integridad que deben ostentar todos aquellos que la ejercen, el artículo 197 de la Constitución Nacional declara en sus tres primeros incisos que son inhábiles para ser candidatos al Congreso aquellos ciudadanos que estén condenados por sentencia firme a penas privativas de libertad, los condenados a penas de inhabilitación para el ejercicio de la función pública y los condenados por la comisión de delitos electorales.
Ello supone, pues, que la función de un legislador debe estar reservada para aquellos ciudadanos que gozan de una notoria y pública honorabilidad, a la que habría que sumar una probada y solvente formación profesional, capaz de asumir los desafíos que impone en una república la grave tarea de legislar.
No deberían caber, por tanto, parlamentarios que alteren los títulos que dan fe de su formación profesional, los que se sirven del cargo para traficar influencia o los que, aprovechándose de su condición, cobran indebidamente los salarios de sus subalternos, los que utilizan los rubros del presupuesto para remunerar el trabajo de sus empleados del servicio doméstico, ni tampoco los que abusan de su poder o llevan una vida escandalosa. Se supone que un hombre público serio tiene, en privado, una conducta coherente con la esencia de sus convicciones políticas.
Desafortunadamente, un comportamiento inconducente, cuando no abiertamente doloso de muchos parlamentarios, ha llevado al Congreso de la Nación –alguna vez una institución honorable de la República– a registrar los bochornosos niveles de descrédito que actualmente ostenta. Si de lo que hablamos es de mejorar la calidad de la democracia, es de crucial importancia que el Parlamento recupere la dignidad que nunca debió haber perdido, fundamentalmente por la capacidad, la integridad y la eficiencia de todos y cada uno de los miembros que lo componen.