Pobreza y autoritarismo suele ser una combinación peligrosa, pero efectiva, para los tiranuelos y aprovechadores de la desgracia ajena.
En países como Paraguay esta ecuación constituye una matriz ideal para quienes medran a fin de mantener lealtades mediante migajas que anestesian el hambre, prebendas y otras dádivas corruptas empeorando la situación, aunque aplicando un maquillaje más moderno a la miseria.
Hace dos días el presidente Cartes dijo en la inauguración de un tramo de asfaltado en Canindeyú: “Hay mucha gente que pinta que este país se está incendiando; mentira... Miren cómo nos recibe la gente”. Y aunque la imagen de una nación ardiendo es una metáfora cruel, con muchos compatriotas la cosa calcina. Como decía el compañero de trabajo Kiko Villagrán: nada ya se incendia si solo quedan cenizas.
Los últimos datos de encuesta de hogares que produce el Estado confirmaron una sospecha que a gritos desespera: el aumento notorio de la pobreza y pobreza extremas; aparte del incremento del número de pobres y miserables.
La pobreza extrema está por llegar al 6% y la pobreza general ronda el 29%, lo que lleva a tener cerca de 2 millones de paraguayos sin alguna de sus necesidades básicas satisfechas, que por lo general afectan más sensiblemente a la comida y a la salud. Es decir, hay gente con hambre y enferma, sin posibilidad de asistencia médica; sin dejar de señalar las precariedades de viviendas, vestimenta y educación. El resto de la población que no figura en estos números, en teoría tiene lo necesario para vivir, pero ello encubre un alto desempleo que se palia con subempleo (desempleo disfrazado) cuyo volumen crece sin parar por la no generación efectiva de puestos de trabajo y el no pago de salario justo y digno.
Si Cartes fuera uno de esas dos millones de personas o del resto que vive arañando hasta fin de mes con salario mínimo, endeudado hasta después de muerto, y cuya generación hasta 40 años en adelante deberá pagar una deuda producida por los bonos soberanos emitidos por su Gobierno –defendido y ejecutado por su precandidato colorado Santiago Peña como ministro de Hacienda–, tal vez sentiría sus pies freírse en la desesperación y su garganta ahogarse con el humo diario de la incertidumbre. Pero no. Sus millones de origen sospechado y sus ínfulas de tiranuelo en perspectiva difícilmente le dejen entender lo que la gente siente y sufre.
Y, aunque quiera mentir, el país arde por causa de pirómanos como él.