La mujer llega con un moretón en la cara. Al preguntarle la causa me asegura que cayó del colectivo. Horas después se anima y cuenta, con vergüenza y lágrimas: “Mi novio me pega”. Y no era la primera vez. Algo inaudito e inconcebible. Ella, una joven de 24 años, de buena presencia, trabajadora y con mucho potencial, había entrado en la lógica de la violencia y el maltrato; estaba resignada y le parecía imposible salir de aquel laberinto.
Desde algunos años, el Ministerio de la Mujer viene impulsando la campaña Noviazgo sin violencia, una iniciativa loable, considerando que diariamente los medios de comunicación se hacen eco de las consecuencias nefastas de este tipo de relaciones patológicas.
El objetivo es “identificar indicios de violencia dentro de una relación y corregirlos para que no haya ninguna posibilidad de que pueda darse reacciones que culminen en hechos que pongan en peligro la integridad de la mujer”, según explican.
Sin embargo, la propuesta puede resultar parcial e inútil si no considera todos los factores de la realidad: protagonismo de la familia, fortalecimiento de la dignidad humana y su origen, el valor del sacrificio y, sobre todo el uso de la razón frente al típico sentimentalismo de estos casos; es decir, realismo y desapego frente al otro que sufre el trastorno.
Resulta casi increíble que se tenga que realizar una campaña para evitar que la persona que te dice “amar” no termine a los golpes con uno. Pero es así, es una dolorosa realidad. ¿Tiene lógica? ¿Cómo es posible que una mujer, adolescente o adulta, termine aceptando que su pareja la maltrate física y verbalmente?
Los estudios coinciden en aspectos esenciales y básicos frente a los cuales los padres tenemos mucha responsabilidad, como la educación en la autoestima, el reconocimiento del valor de uno mismo, el ejemplo del buen trato entre los padres, el ambiente del hogar, los valores humanos.
Las carencias afectivas que sufren muchos jóvenes, junto con la ansiedad, el miedo y el vacío existencial los llevan hacia caminos oscuros. Y para enfrentarlo no bastan fórmulas matemáticas que dan como resultado el perfil de la pareja perfecta, sino de encontrar personas concretas; el padre, la madre o el familiar de confianza, el amigo honesto y maduro, que sean capaces de abrazar, escuchar y rescatar lo valioso de uno mismo. Nadie que se sienta querido en sus orígenes permitirá o provocará un atropello de este nivel.
Las relaciones destructivas son una señal de cuánto necesitamos retomar y educar en esa mirada afectiva verdadera, que supera lo meramente físico y sentimental, y se proyecta más bien hacia lo profundo y misterioso del ser humano.