29 mar. 2024

El fin de las utopías

La frase que sirve de título a esta columna se usó profusamente para describir el colapso del comunismo, la gran utopía del siglo XX, pero es discutible que sea verdadera, tanto en relación al comunismo como a las utopías en general. Es así porque la humanidad aspira incesantemente a una sociedad donde todas las necesidades, aspiraciones y anhelos se vean satisfechas.

Todos los proyectos sociales y políticos contienen, de forma velada o manifiesta, una utopía, una visión de sociedad ideal. Algunos proyectos se han aproximado bastante a ese propósito en distintas épocas, pero si algo nos enseña la historia es que ninguno de ellos es definitivo. Si por lo menos los cristianos tuviéramos en cuenta aquello que nos enseñó Jesús, de que “mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36), tal vez no nos apresuraríamos tanto en adherirnos incondicionalmente a proyectos temporales que, a la larga, nos decepcionarán.

En este siglo XXI, las convulsiones y crisis a escala mundial reflejan la declinación de diversos modelos que, en su momento, parecían respuesta definitiva a las grandes tragedias del siglo XX. Así, la Unión Europea, surgida de las cenizas de la II Guerra Mundial y del Holocausto, fuertemente apoyada por los pontífices desde Pío XII, y que fue tomada como ideal para el Mercosur, está hoy debatiéndose en incertidumbres, como lo demuestra el brexit, la salida del bloque por parte de los británicos. Diversas razones se atribuyen a esa situación, pero la existencia de una burocracia en Bruselas, que impone sus reglas a los gobiernos electos, es tal vez uno de los reclamos más frecuentes.

En Estados Unidos, el ideal de la democracia republicana, forjado por los fundadores de esa nación, se debate en un proceso electoral en donde los partidos tradicionales se las han arreglado para nominar a los peores candidatos posibles, lo cual arroja un manto de sombras sobre el futuro de ese país y del mundo.

En nuestro país, el proyecto democrático iniciado en 1989 cruje desde sus cimientos institucionales, que no logran contener la corrupción, la inseguridad, la ineficiencia del Estado ni la ambición de poder y de permanencia de los políticos. Prácticas que se creían desterradas desde la dictadura han vuelto a aparecer con fuerza, y en consecuencia el ideal de la democracia aparece deshilachado y se escuchan voces destempladas que claman su añoranza por la dictadura.

Aunque la economía del país se ha diversificado y fortalecido en la últimas décadas, ello ha sido en mérito a la madurez de un emergente sector privado, con prácticas que favorecen el crecimiento y la sustentabilidad a largo plazo –si bien persisten bolsones de corrupción y clientelismo–, mientras la clase política se empeña en sabotear el futuro.

Todas estas circunstancias, aquí y en el mundo, demuestran que la construcción de una sociedad próspera, justa y solidaria es una tarea siempre inconclusa, siempre abierta a los nuevos desafíos y al aporte de las nuevas generaciones. Y no hay atajos para lograrlo, ni a través del autoritarismo, ni comprando voluntades por medio del dinero. Por buenas que sean las intenciones, los fines no justifican los medios, y estos acaban por desviar aquellos. Si a este escenario se suma la arrogancia de quienes manejan los recursos, el edificio –como la torre de Babel–, acaba por derrumbarse y sepultar a sus constructores.

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