Fuera de los plazos para las elecciones, generales y municipales, los hechos concretos son realmente escasos. Y los sufragios se realizaron con normalidad, pero con un costo cada vez más alto para los ciudadanos y sin que la democracia haya mejorado la calidad de las representaciones políticas. En este ámbito no puede decirse que los grandes recursos empleados hayan implicado una inversión para que nuestro capital político avanzara en términos de excelencia, honorabilidad e idoneidad.
Hasta los rectores y decanos que fueron electos por asambleas no han demostrado, salvo valiosas excepciones, una evolución académica y ética. Y de este modo, asistimos hoy a una implosión estudiantil en contra de las irregularidades y las corrupciones. Problemas que seguramente van más allá de la Universidad Nacional de Asunción (UNA), matriz emblemática de la educación superior en nuestro país. Que avancemos hacia la calidad académica y la transparencia en la gestión, muy probablemente, nos llevará mucho tiempo. Pero haber iniciado el proceso ya tiene una dimensión histórica casi sin precedentes.
En la Asamblea de las Naciones Unidas, dos de los temas centrales este año, se focalizan en el desarrollo sostenible y en el medio ambiente. Y como es difícil ignorar las evidencias, los distintos gobiernos reconocen que en sus países, como en el mundo entero, el desarrollo carece de solidez y continuidad y el ecosistema soporta graves desequilibrios. Pero lo importante es la virtual coincidencia en comprobar la interdependencia entre el desarrollo y la preservación del medio ambiente.
¿Por qué traemos a colación estos dos factores? Porque ambos tienen que ver con desarrollo social. Para que el desarrollo sea sostenible es fundamental que una nación cuente con un capital humano calificado. Y aquí entra en primer lugar la importancia de la educación. Pero no cualquiera. Lo determinante es que el sistema sirva para una formación humana que lleve a la capacidad reflexiva, al pensamiento crítico, al conocimiento científico y técnico, a la creatividad y al emprendimiento, y al mismo tiempo a un modelo de equidad que erradique la exclusión.
O sea, que el desarrollo sostenible supone el desarrollo humano, lo que a su vez exige una calidad de vida. Y es en este contexto en el que adquieren singular relevancia los programas destinados a erradicar la pobreza. No es casual que entonces se insista en que no bastan las fórmulas asistencialistas ni que los gobiernos, ante la variabilidad climática, cuenten solamente con organismos públicos para acudir a las emergencias que tienden a ser mayores. Prepararse para la reacción es una política minimalista. Lo que hace falta es la superación de las poblaciones vulnerables.
Esto tiene una relación directa con nuestra realidad. Ahí está la problemática de la vivienda. A la lentitud de las construcciones habitacionales para las familias de escasos recursos, agregamos por ejemplo las obstrucciones sistemáticas para que el complejo de Mariano Roque Alonso siga como un gigantesco cementerio. Con actitudes de este tipo no se colabora en absoluto para impulsar los programas de desarrollo social. Y de la misma manera, con demorar las inversiones en infraestructura en educación y salud.
Es hora de cambiar esta conducta. Y de entrar en un proceso en el que el desarrollo social sea la ocupación prioritaria del Gobierno, del Estado y de la sociedad civil. De lo contrario naufragaremos en el estancamiento y en el atraso.