19 abr. 2024

El condado de Brooks, el valle de la muerte de los inmigrantes sin nombre

Falfurrias (EE.UU.), 3 sep (EFE).- Guadalupe, Wilfredo, Héctor o Marta son los nombres de los muertos. Sus identidades emergen meses o años después a más de cien kilómetros al norte del río Grande, entre las espinas de mezquite en una de las zonas más remotas de Texas (EE.UU.): el condado de Brooks.

Fotografía de botes inflables y chalecos salvavidas abandonados por inmigrantes indocumentados que cruzaron la frontera mexico-estadounidense, en una de las orillas del Río Grande. EFE/Archivo

Fotografía de botes inflables y chalecos salvavidas abandonados por inmigrantes indocumentados que cruzaron la frontera mexico-estadounidense, en una de las orillas del Río Grande. EFE/Archivo

“Ahí fuera, con este calor, un cuerpo se queda en piel y huesos en solo dos semanas”, explica en Falfurrias (cabeza de gobierno del condado de Brooks) el condestable Art García antes de preguntar: "¿Cuántos llevamos este año? ¿Treinta y dos?”.

Son 33 inmigrantes; el último, el 29 de agosto. Fallecen por falta de agua o lesiones en un paraje donde en agosto se alcanzan los 45 grados centígrados y donde la maleza y los vallados de los ranchos hacen de la travesía un calvario aún más doloroso.

Tras cruzar la frontera con México, los “coyotes” (traficantes de personas) los trasladan desde la orilla norte del río Grande hasta varios kilómetros antes de llegar al puesto de vigilancia de Falfurrias, uno de los alrededor de 30 que la Patrulla Fronteriza ha instalado tierra adentro, en la carreteras de acceso a las grandes ciudades como capa adicional de vigilancia.

El ayudante del Sheriff del condado, Urbino “Benny” Martínez, explica que los inmigrantes van en grupos con un “coyote” a la cabeza, mientras otros dos sirven de avanzadilla, oteando el terreno inhóspito y comunicándose por teléfono.

Los que sucumben a la ruta son hallados por rancheros en puntos casi inaccesibles de este condado semidesértico de más de 2.500 kilómetros cuadrados (tres veces más grande que todos los barrios de la ciudad de Nueva York).

En la oficina del Sheriff, un humilde edificio forrado con madera tosca al lado de la prisión del condado, vuelve a sonar el teléfono. “Tráfico de inmigrantes ilegales”, un aviso que se ha convertido en uno de los más comunes desde que el Valle de Río Grande pasó a ser la ruta preferida de los que persiguen el “sueño americano”.

Es algo común ver como varias sombras emergen de los arbustos y se acercan a las escasas viviendas que se reparten esta sabana para, al límite de sus fuerzas, pedir agua, explica una vecina de Encino.

Uno de los cinco agentes que tiene que responder a estas llamadas o a los levantamientos de cadáveres es el Ayudante Martínez, un hombre duro como el desierto que mantiene a una distancia prudencial sus escopetas, su gabán y su sombrero vaquero.

“Estamos trabajando para que quede registro de lo que pasa aquí. Es complicado que un departamento humilde como el nuestro se encargue por su cuenta de la situación. Es algo insostenible”, explica Martínez, que cuenta con el aporte de la Patrulla Fronteriza.

Antes de que llegaran el nuevo Sheriff, Rey Rodríguez, y Martínez, los cuerpos o los restos de los inmigrantes eran depositados en fosas comunes en el cementerio del pueblo de Falfurrias, cerrando la posibilidad de que los centenares de fantasmas que por aquí pasan se convirtieran de nuevo en un nombre.

“Los familiares aseguraban que sus allegados había desaparecido antes de entrar aquí y nos movilizábamos para que se registraran las muertes y se hicieran pruebas de ADN. Hay gente que muere ahí fuera a diario”, explica en una oficina forrada de mapas Eduardo Canales, fundador del Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas.

Con su camioneta desordenada y polvorienta, Canales recorre todo el condado colocando bidones con agua y una cruz roja en el extremo de un alto mástil para que los inmigrantes sedientos puedan ver ese maná a distancia.

“Seis galones; se han llevado dos”, cuenta Canales, que lleva un minucioso registro de las idas y venidas del agua, uno de los pocos registros de un flujo de clandestinidad ignorado, del que no se sabe el coste real en vidas.

Canales, que ha conseguido convencer a muchos rancheros de colocar estas fuentes para personas que tanto con ayuda como sin ella hacen el camino, asegura que el Sheriff y “Benny” Martínez han trabajado “durísimo” con los pocos recursos de que disponen para devolver la dignidad a los muertos.

Para que esa dignidad no se limite a los ramilletes de rosas de plástico que adornan las placas de “mujer desconocida” u “hombre desconocido” del cementerio de Falfurrias, la doctora forense de la Universidad de Baylor Lory Baker ha iniciado un monumental proyecto para exhumar e identificar todos esos restos.

Desde que se comenzaron a registrar las muertes, la oficina del Sheriff ha llegado a contar en un año un máximo de 129 cadáveres, en 2012, al tiempo que ha acumulado detalles de una tragedia oculta de la que nunca se sabrán sus verdaderas dimensiones.

Algunos de los muertos llevan consigo identificaciones nacionales -de El Salvador, Guatemala, Nicaragua o México-, otros salen del anonimato por el nombre tatuado de una amada o el teléfono que llevaban con la esperanza de llamar a casa con la buena noticia de haber llegado a Houston, que muchos creen que se encuentra cerca, pero está a varios días a pie.

“Hay que valorar la vida humana. Son vidas las que se están perdiendo ahí fuera, son padres, madres e hijos de alguien, en alguna parte”, señala Martínez, quien confiesa que uno de los momentos más emocionantes fue haber comunicado a una madre mexicana que habían encontrado a su hijo desaparecido.

Jairo Mejía

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