Muy a pesar del poder político y los políticos –y los poderes en la sombra que son muchos y siniestros– el caso Curuguaty (la masacre) marca y marcará en la historia nacional un punto de inflexión y de vergüenza en el proceso –largo y desesperante– de construcción de la democracia en Paraguay. En estos días la causa judicial llegará a su fin tras 4 años de mentiras, engorrosos trámites, abusivas acusaciones y maltratos a los afectados. Lo que resulte, a favor o en contra, será la demostración de que en el país ni importan justicia, leyes, personas ni derechos.
Desde el principio la Justicia y el Ministerio Público, en su defecto, actuaron de modo ilegal y parcial. Sobre una ocupación campesina de propiedad del Estado –definida ya en los documentos históricos para la reforma agraria– libra un juez una orden de allanamiento. Una orden que los policías transforman en “orden de desalojo”. Y entran pelotones enteros, armados (aunque lo negaron, ahora queda claro que sí estaban artillados) para lo que en teoría debió ser sencillamente una inspección. El hecho terminó en un baño de sangre con un saldo de 17 muertos: 11 campesinos y 6 policías, un presidente constitucional derrocado (vía golpe parlamentario denominado juicio político exprés) y un proceso judicial inconsistente, lleno de falsedades y omisiones aborrecibles. El fiscal inicial, Jalil Rachid, produjo una causa que en cualquier tribunal serio no resiste un análisis de forma y menos de fondo. Sin embargo prosigue, porque nunca fue un caso judicial, sino político. Demostrar y asumir que no existen las razones por las que se sigue el proceso sería asumir que el poder político permeó otro poder y maniobró para obtener un resultado favorable para el retorno del Partido Colorado al poder. No debe olvidarse que el primero que habla de juicio político al presidente Lugo fue Horacio Cartes (titular del Ejecutivo), precandidato en ese tiempo.
Curuguaty es y será una marca de sangre en la historia contemporánea de Paraguay. El monumento más ignominioso de falta de justicia y de ley en una República de último mundo por la incapacidad y venalidad de sus instituciones y de los hombres y mujeres al frente.
El juicio es ilegal y es nulo. Los 11 campesinos procesados (ningún policía), cuya culpabilidad será imposible demostrar con pruebas reales, deben quedar absueltos. Esa es la única justicia admisible y posible.
El caso es cuestionado, aparte de grupos locales, por comisiones de la ONU, parlamentarios europeos y estadounidenses y una pléyade de grandes figuras del mundo. Está muy claro entonces quiénes están en el error; deliberadamente equivocados...