Y en la vida humana podemos distinguir dos etapas.
Primera, la vida en el planeta Tierra, ayudada en su existencia por un cuerpo material preparado para responder a todas sus funciones.
Esta realidad conlleva el compromiso de todos los que vivimos de mantenerla, defenderla, curarla y hacerla crecer en la mayor calidad posible.
Esta misión es tan importante que el Reino de Dios (utopía a la que Jesús dedicó sus años de estadía entre nosotros) comienza con lo que es esencial para que nuestra vida en la tierra siga existiendo con felicidad. Y viviendo así, en libertad, cada uno pueda descubrir a Dios.
Aquí tendríamos que hacernos la pregunta de si hacemos lo mejor siempre para ello. Este amor personal y fraterno es el karaku de nuestra fe cristiana.
Segunda, para los que creemos en Dios, después de la muerte comienza otra etapa de la VIDA.
Si me preguntan cómo es, la respuesta más sincera es que no lo sabemos.
No será como el happy end de las películas. Tampoco una visión beatífica de Dios o una paz eterna que nos mantenga inertes.
El Libro de la Sabiduría escrito en Alejandría 50 años a.C. (Jesús en la alejada Galilea. Jesús no lo pudo todavía leer) tiene unas palabras muy interesantes de Dios: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho. Si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Tu perdonas a todos porque todos son tuyos, Señor, amigo de la vida”.
Insisto: esta vida, en lo que llamamos cielo, ¿cómo será?
Creo en ella, no sé cómo es, pero ciertamente es maravillosa.
Aceptarlo por fe es una de las mayores audacias que tenemos.