Todo gobierno en Paraguay tiene tres tiempos: el primero, el del asombro por el triunfo obtenido, que dura desde la elección hasta finales de diciembre del primer año. El siguiente, el de la perplejidad ante el tamaño del problema que significa la administración de un país pequeño, pero con grandes demandas insatisfechas y profundamente injusto, que se prolonga por casi dos años; y tercero, el del desconcierto que se da cuando el tiempo se agota y uno pretende estirarlo con la modificación de la Constitución por la vía de la enmienda.
Eso pasó con todos los presidentes de esta larga transición. Asombro, perplejidad y desconcierto. Los tres tercios de una corrida de toros, donde la gran mayoría quiere que pierda... el torero.
Cartes vive este último periodo con toda la carga de la premura del que quiso hacer más cosas que las que dejó de hacer, porque el asombro fue muy largo y la perplejidad solo dio tiempo para que el círculo íntimo buscara formas rápidas de hacer negocios con los que sentirse recompensado del “sacrificio” que significa gobernar este país de desagradecidos consuetudinarios. Mientras bajaron al avión a pista y miraron su tamaño, sin acertar a despegarlo, pasaron casi dos años.
Al tiempo que el ministro de Hacienda Rojas recibía el premio del mejor secretario de la cartera de la región, aún no se secaba el decreto que lo apartaba por incompetente y perplejo. Y conste que era el de mayor experiencia del dream team. Había sido presidente de los bancos de Fomento y Central, pero no le alcanzó para levantar vuelo al avión del Gobierno. Ahí se perdieron muchas cosas, entre ellas, casi 50 millones de la administración de Gattini. Cuando pasaron al siguiente tercio, la acumulación de pendientes había sido tan grande que los problemas comenzaron a pasarle factura.
Primero fue la inseguridad en el Norte, donde, a pesar de sumarse recursos, también se multiplicaron los muertos y secuestrados. Los crímenes urbanos y una policía llena de corruptos aplazaron la gestión de Cartes. El déficit de salud y educación continuó al punto de que unos litros de cocido sobrefacturados acabaron con su ministra y pariente, mientras los techos de escuelas y colegios seguían derrumbándose en una metáfora cruel del estado de la educación en el país. Somos coleros en el mundo. En salud la cosa era peor. Un centralismo absurdo duplicó los costos de la atención y aumentó el número de desencantados, al punto que el mismo equipo del ministro Barrios les dio la espalda y bajó los brazos, viendo cómo la realidad le hacía goles por donde fuera.
El desempleo continuó, la pobreza aumentó, a pesar de que el país seguía creciendo a un ritmo más lento que la desigualdad y la inequidad.
El resultado finalmente fue que el partido agrarista por excelencia se enfrentó con el drama campesino. Años de incompetencia en el manejo del sector, sumados a la corrupción en el manejo del ministerio, hicieron que por primera vez el microcentro asunceno haya sido tomado por casi un mes por quienes vinieron por todo.
En el medio la enmienda fue un gran fiasco, los políticos leales se sintieron burlados y los otros juegan a serles fiel a él y a su candidato cuando en realidad poco les importa la suerte de ambos.
Estamos en la etapa del desconcierto, llena de incoherencias, contradicciones y boutades. El público aplaude cínicamente al torero, cuando en el fondo todos quieren que el toro acabe con su humanidad. No hay concentración y el matador no logra burlar con la capa, ni acertar con la espada. El asombro, la perplejidad y el desconcierto se apoderaron del Gobierno y en las graderías todos apuestan... por el toro.