En octubre de 1984, Juan Carlos Onetti vivía en Madrid desde hacía nueve años. A pesar de que era una figura tutelar de la literatura latinoamericana, el autor de Dejemos hablar al viento se ganaba la vida escribiendo artículos para la agencia Efe, acostado en su cama, bebedor impenitente de whisky y fumador escalonado de cigarrillos.
Por esos días supo que Toulouse, la ciudad francesa allende Los Pirineos, se preparaba para celebrar un trimestre de eventos por el aniversario del nacimiento de Carlos Gardel, y quiso dedicarle un artículo laudatorio y oscuro. Sin embargo, a la mitad de la redacción, a Onetti le vino a la memoria el nombre de un contemporáneo y colega suyo que vivía en dicha ciudad, en la que, según afirman unos en contra de otros, había nacido el cantor de tangos a fines del siglo XIX: Augusto Roa Bastos.
Luego de cinco párrafos, Onetti se olvidó completamente de Gardel y centró su escritura en el escritor paraguayo. Se concentró en elogiar —diez años después de publicada— la novela Yo el Supremo. Se refirió al prodigio que había logrado Roa Bastos: convertirse “en” José Gaspar Rodríguez de Francia, “como un doctor Jekyll por voluntad y sin drogas”. Impelió al Ayuntamiento de Toulouse a que recordara —así como evocaría a Gardel— “que allí vive en olvido y pobreza, con pasaporte español, uno de los más grandes escritores en idioma castellano que he podido conocer en este final de siglo”.
En el penúltimo párrafo, escribió el mejor elogio que leí de otro escritor sobre Yo el Supremo y Roa Bastos —y eso que a la novela la han elogiado desde Carlos Fuentes hasta John Updike—. El cronista de las vidas angustiosas y solitarias de los habitantes de Santa María nos dejó al borde de la escritura de un cuento alucinatorio aprisionado en unas breves líneas que tienen ecos del Kafka caballuno de El nuevo abogado:
“Y es tan bueno el libro que historiadores abundantes en talento y fantasía afirman que Yo el Supremo no pudo ser escrito por Roa Bastos. Aseguran tener pruebas de que cuando el falso autor inició la escritura del libro, don José Gaspar de Francia lo hizo fusilar junto a un naranjo enano, envió el cadáver a Europa y dedicó sus ratos de ocio a escribir el libro. Me informan desde Asunción que los funcionarios que integran la magistratura se reúnen diariamente cuando el sol empieza a perdonar, y cada uno se inventa un respiro, antes de que la ciudad se estremezca con el frío nocturno, para discutir y fallar a quién corresponden los derechos de autor”.
Una década después, en el año de la muerte de Onetti, Roa Bastos no fue menos quimérico: en la casita en Manorá del maestro Cristaldo de su novela Contravida, habitaban “sombríos, trágicos, funerales” los personajes de carne y hueso de Onetti. “Llevaban colgados al pecho, en figura, el bolso con el puñadito de cal y ceniza de su hacedor”.