18 abr. 2024

De por qué no hay ingenieros

Por Luis Bareiro

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La semana pasada me referí al macabro prodigio que permite que en Paraguay coexistan dos mundos en un mismo espacio; el real, integrado por el noventa por ciento de los trabajadores que viven de lo que producen y que ganan hasta dos millones de guaraníes por mes, y uno mágico, habitado por los asalariados del Estado, una minoría que se nutre del 87% de los impuestos que pagamos y cuyos ingresos pueden llegar a sumas tan absurdas como los 34 millones que recibe un administrador en Diputados.

Un estudio reciente del Centro de Análisis y Difusión de la Economía Paraguaya (Cadep) revela además que esa burbuja de fantasía generada por el Estado está distorsionando la percepción de la realidad de miles de jóvenes, condenándoles de alguna manera al desempleo o al empleo informal.

El estudio del Cadep confirmó que un número abrumadoramente alto de jóvenes tiene como objetivo principal ser contratado por el Estado, porque allí tendrán un ingreso fijo y alto, seguridad social y un montón de beneficios adicionales que no existen en el mercado privado.

Esta aspiración se nutre de un hecho cierto para construir una mentira. Es absolutamente cierto que en los últimos diez años el manejo prebendario del presupuesto convirtió al Estado en el sector mejor pagado del país, con salarios que nada tienen que ver con la capacidad del trabajador, la responsabilidad del cargo ni con la realidad de la economía.

Es totalmente imposible, sin embargo, que el Estado pueda contratar a todos esos jóvenes. De hecho, no existe posibilidad financiera de seguir agregando funcionarios a la nómina pública sin que termine por colapsar todo el sistema.

Así, la inmensa mayoría de estos jóvenes jamás ingresará a ese paraíso. Su aspiración, sin embargo, les impulsa a estudiar carreras que puedan servir para cobrar un plus salarial en el Estado, pero que no tienen demanda laboral en el mercado real.

Hay miles estudiando Derecho con la esperanza de entrar a la generosa nómina del Poder Judicial, y muy pocos cursando las carreras técnicas que tendrán una demanda brutal en los próximos veinte años por el aluvión de obras públicas e inversiones inmobiliarias privadas previstas.

Las consecuencias de las distorsiones generadas por ese mundo artificial del Estado se pueden ver hoy con un ministro del Trabajo yendo a España a buscar ingenieros para fiscalizar obras públicas en Paraguay.

Irónicamente, solo el mismo Estado puede corregir estos entuertos. El Estado está obligado a proporcionar información cierta a los jóvenes sobre cuáles serán las profesiones más demandadas y facilitarles el financiamiento de la carrera a quienes tengan la capacidad y predisposición para cursarlas.

Por último, ese mismo Estado debe tener la capacidad de fiscalizar la oferta de universidades públicas y privadas evitando que esa maquinaria infernal montada con la bendición del Congreso siga vendiendo títulos huecos a gente condenada al desempleo.

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