Cuando se aproximan elecciones generales en cualquier país, es normal que aumenten los decibeles de la política. Los diferentes actores van mostrando sus cartas, las negociaciones se vuelven más intensas y los diferentes grupos van desarrollando con mayor visibilidad sus respectivas estrategias.
En una democracia es muy sano que los ciudadanos podamos evaluar diferentes ideas, modelos y planteamientos sobre cómo podemos avanzar como sociedad en este camino complejo y lleno de bifurcaciones posibles que es el desarrollo.
Y por supuesto, necesitamos escuchar de los actores políticos que nos plantean concretamente como propuestas y por qué deberíamos confiar en ellos.
Todo esto hace que el ruido de la política necesariamente aumente en momentos así. Y muchas veces parece que otros temas quedan muy relegados, lo cual suele ser motivo de quejas de todo tipo.
Hasta aquí, creo que esta es una dinámica absolutamente normal y necesaria en nuestras sociedades, cada vez más demandantes y diversas.
Sin embargo, el problema surge cuando en estos momentos las negociaciones y acomodos políticos ponen en riesgo el funcionamiento correcto de las instituciones, lo cual lastimosamente es común en nuestro país cuando se aproximan momentos electorales de importancia.
En este caso, el ruido ya es de otro tipo y no se trata solamente de una molestia estacional, sino que va dejando daños institucionales que pueden durar mucho tiempo y que finalmente terminan por retrasar y minar el camino hacia el desarrollo.
Algo de esto lo estamos viviendo y sintiendo de vuelta en el Paraguay en las últimas semanas, y al parecer esta situación tiende al empeoramiento antes que a limitarse.
En estos tiempos preelectorales no están dadas las condiciones para pensar en reformas más estructurales que tanto necesita nuestro país, pero no podemos permitirnos retroceder en ciertos temas en los cuales hemos venido mejorando en la última década por lo menos.
Uno de ellos es claramente este nivel de manejo ordenado y estabilidad macroeconómica que el Paraguay ha logrado construir en varios sucesivos gobiernos.
Y esto ha sido consecuencia en gran medida de la construcción de una institucionalidad más sólida en los temas económicos que debemos reconocerla y defenderla como un verdadero bien público.
Por supuesto que lo macro no es un objetivo en sí mismo, pero es una condición necesaria –aunque no suficiente– para el desarrollo.
De alguna manera, hemos logrado blindar determinadas instituciones económicas como el Banco Central, la AFD y el Ministerio de Hacienda de una contaminación política en el sentido negativo, que lleve a tomar decisiones equivocadas.
Ahora bien, estas instituciones pueden seguir haciendo un buen trabajo, siempre y cuando las reglas de juego se mantengan estables, previsibles y orientadas por una estrategia nacional a largo plazo; que de hecho la tenemos a través del Plan Nacional de Desarrollo 2030.
Pero dichas reglas pueden modificarse abruptamente en función a nuevas mayorías y reacomodos políticos. Si son manejadas fuera de la racionalidad económica, nos pueden traer enormes problemas, quedándonos atascados o, peor aún, retrocediendo de lo que hemos logrado.
El tratamiento acelerado, poco adecuado y hasta con dejos de populismo del tema impositivo, por ejemplo. Si no se hace de manera racional puede traer, en el mediano y largo plazo, consecuencias muy negativas.
Y muy pronto se vendrá el tratamiento del Presupuesto General de Gastos de la Nación, ya muy cerca de las elecciones internas de los partidos. Esto aumenta automáticamente el nivel de riesgo en cuanto a su tratamiento.
En fin, son momentos delicados en los cuales debemos estar muy atentos a cómo se van manejando estos temas y un objetivo común mínimo debería ser proteger lo bueno que hemos logrado, para que a partir de ahí podamos discutir las otras grandes transformaciones y reformas que necesitamos como país.