24 abr. 2024

¿Cuál es el rumbo?

La palabra “rumbo” tiene varios significados, según el diccionario de la Real Academia. Uno de ellos es “camino y senda que alguien se propone seguir en lo que intenta o procura”. Otro, proveniente del lenguaje náutico, es “agujero que se hace o se produce en el casco de la nave”, por el cual entra agua que amenaza hacer zozobrar la embarcación.

¿Cuál de esos significados asume el “nuevo rumbo” que nos prometió el presidente Cartes? Los que observábamos con expectativa y con esa buena voluntad con que siempre aguardamos el inicio de un nuevo ciclo, confiábamos en que sería la primera acepción, la de modificar la orientación de un Estado grotesco, un gigante con pies de barro corrupto, ineficiente y fallido en su función primordial de imponer orden ajustado el imperio de la ley.

Sin embargo, con el correr de estos dos años nos preguntamos si el “nuevo rumbo” no significará un nuevo agujero, en una barca que ya navega dificultosamente y hace agua por todos los costados.

De un empresario, antes ajeno al poder político, esperaríamos un rumbo dirigido a fortalecer las empresas que son verdaderas creadoras de fuentes de trabajo, como medio más seguro de acabar con la pobreza. Pero no, motivado a buscar nuevas inversiones extranjeras –objetivo loable – no tiene reparo en maltratar y poner trabas a empresas ya establecidas; a encubrir la mala gestión de tantos entes públicos, o a incrementar la presión impositiva incluso a las cooperativas, que podrían haberse aliado al Gobierno para combatir la exclusión social e integrar nuevos emprendimientos a la economía formal. Todo ello bajo la falsa presunción de que el Estado es más eficaz que las empresas en producir y distribuir riqueza.

La campaña política para las elecciones municipales ha traído una nueva desviación en el rumbo, en la que Cartes asume abiertamente y sin rubor el respaldo a la fracción colorada que lo apoya, y pronuncia consignas que no escuchábamos desde la época de la oprobiosa dictadura, en las que todos los que no pertenecemos al partido gobernante y a la línea política del presidente somos traidores, malos paraguayos, antipatriotas, y hasta casi aliados al EPP que queremos hacer fracasar su gobierno.

Si este es el rumbo que se pretende imponer, no tiene nada de nuevo, sino por el contrario, un hedor insoportable. La presidencia partidista es un grave daño que se hace a nuestra democracia y que vaticina tiempos más duros, pues la actitud del mandatario es profundamente divisiva de la sociedad paraguaya. Pretende gobernar, en los menos de 3 años que le quedan de mandato, no buscando impulsar el diálogo y consenso sino la hegemonía de un sector cuya única fuerza de cohesión proviene de las ingentes sumas de dinero que se utilizan para comprar conciencias y alquilar lealtades.

Asistimos a una involución de la democracia paraguaya. La enfermedad del poder, la hubris o desmesura se ha apoderado de la cabeza, que hace caso omiso de los frenos y contrapesos que garantizan el equilibrio republicano de los poderes del Estado. La defensa de candidatos imputados por lesión de confianza exhibe esa actitud arrogante, antidemocrática, conflictiva y disociante de un presidente que ha desperdiciado las oportunidades de escuchar a otros que no sean sus incondicionales porque, proviniendo de un ámbito externo a la política partidaria, siente la necesidad de proclamar su coloradismo como si fuera de toda la vida, de ser “más papista que el Papa”, o más colorado que Bernardino Caballero.

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