Si se siente confundido por lo sucedido en estos días, sepa que no es el único. No es para menos, el juicio político a algunos miembros de la Corte Suprema de Justicia, finalmente, parece no tener los votos necesarios. Y, al mismo tiempo, el poder político apunta a sus propias entrañas con las denuncias del Senado a los narcodiputados. Al decir del periodista Kike Gamarra, se comporta como un pulpo enloquecido que se autoinflige golpes al propio cuerpo.
Curioso, pero explicable. En el primer caso, prácticamente todos los parlamentarios expresan que están de acuerdo con la urgencia de una reforma judicial y que la misma debe comenzar con cambios en la Corte Suprema. Eso no está en discusión ¡Faltaría más! Pero a la hora de anunciar su voto, la mayoría dice que no. Las excusas usadas son de lo más creativas. Hay quienes dicen que están favor “pero no así, a tambor batiente"; están los que dicen que sí, “pero no es el momento"; existen también los que temen que sea una maniobra para lograr luego la reelección de Cartes o que se siguen los mandatos de la Junta de Gobierno; algunos quieren incluir a más ministros, otros dicen que hay que cambiar solo a uno.
Como ve, argumentos no faltan. Lo que ninguno dice es que priorizan sus ambiciones personales o grupales por sobre el interés nacional. Ningún sector quiere dejar pasar estos cambios tan importantes sin asegurar algún provecho particular. Como estos intereses no siempre coinciden con los de la nación, surgen estas aparentes contradicciones. No importa tanto quiénes salen, sino quiénes ocuparán su lugar y a quiénes responderán.
Lo segundo, la decisión del Senado de ponerles nombres a los parlamentarios vinculados al negocio de la droga es tan inédito que ocupó a la prensa internacional. La acusación ya no proviene de rumores imprecisos, de la investigación de algún fiscal audaz o de alguna publicación en la prensa. Lo que la Fiscalía tiene en sus manos es nada menos que la denuncia del pleno de la Cámara de Senadores, el cuerpo principal del más influyente de los poderes del Estado paraguayo. Incluso, pecando de candidez, uno no puede sino alegrarse con esta inesperada reacción institucional contra la infiltración increíble del narcotráfico en la sociedad.
El legado trágico del asesinato de Pablo Medina fue un estremecimiento ciudadano y periodístico que fue sentido por el poder. Entre los muchos tentáculos que soporta la estructura política, hay uno indispensable: una cierta legitimidad ciudadana. Las heridas autoinfligidas son parte de las sacudidas del sistema para desprenderse de los excesos dañinos.
Sea como fuere, estos dos extraños sucesos dejan conclusiones indiscutibles. Primero, las cúpulas partidarias (Cartes-Llano) están por sufrir una derrota política llamativa. No manejan sus propias bancadas. Y eso preanuncia otras rebeliones. Segundo, no toda la clase política nacional está podrida. Todavía queda alguna esperanza. No se meta usted con mi ingenuidad. Solo intentaba sacarlo de su confusión.