23 abr. 2024

Conciliar la racionalidad con la popularidad

Por Alberto Acosta Garbarino Presidente de Dende

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Alberto Acosta Garbarino

La promulgación, la semana pasada, de la ley que limita las tasas de interés a las tarjetas de crédito fue recibida con gran alegría y con enorme apoyo por amplios sectores de nuestra sociedad.

Esta popularidad de la ley ha acallado a las pocas voces, que con argumentos racionales, intentaron explicar las graves consecuencias económicas y sociales de la misma.

Esta situación –de la cual he sido protagonista– me ha hecho reflexionar sobre un tema central para el desarrollo en democracia de nuestro país: ¿Cómo se puede armonizar la racionalidad con la popularidad?

Recordemos que durante la Edad Media, el mundo occidental vivió un largo periodo de oscurantismo, donde la Iglesia Católica tenía el monopolio de la verdad y todo aquel que intentaba oponerse a dichas verdades era considerado hereje y eso podía costarle la libertad e incluso la vida misma.

Contra este estado de cosas y contra los abusos de la monarquía absolutista se produjo la Revolución Francesa, con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Esta revolución nos trajo la modernidad, el enorme progreso científico, el desarrollo económico y la democracia política.

La base de este cambio histórico estuvo en el predominio de la razón sobre el dogma. A partir de ahí ya no hubo límites para que la ciencia investigara los fenómenos de la realidad y ya no hubo límites para discutir y cuestionar todas las verdades.

A partir de ahí fue posible el desarrollo económico de algunos países, basado en un principio racional: de que no es posible el crecimiento sin esfuerzo y de que no es posible el enriquecimiento sin trabajo y sin ahorro.

A partir de ahí se definió a la economía como la ciencia de escoger, es decir elegir, entre necesidades ilimitadas y recursos limitados, la mejor opción para progresar.

Pero así como con la modernidad nos llegó el desarrollo económico, también nos llegó con ella la democracia representativa. Un sistema político donde el gobernante es elegido por el pueblo a través de elecciones. Y en ese sistema, es fundamental ser popular y querido por una mayoría de la población, para poder ganar las elecciones y gobernar.

En la Antigua Grecia a este sistema Platón lo descalificaba diciendo: “En una sociedad, solamente una minoría de las personas son sabias, consecuentemente desconfío de un sistema donde decide la mayoría”.

En el siglo XX el economista Herbert Simón ganó el Premio Nobel por su teoría de la “racionalidad limitada”, donde también ponía en dudas la racionalidad de las mayorías, diciendo que si bien la decisión de una persona es siempre racional, su racionalidad se encuentra muy limitada por sus conocimientos y por su información.

Este es, a mi criterio, el dilema del desarrollo económico en democracia, porque en el inicio del proceso una mayoría es pobre y generalmente poco educada, pero es esa mayoría la que decide en democracia.

Este círculo vicioso solamente puede romperse por dos vías. Una, a través de liderazgos políticos dispuestos a perder las próximas elecciones y no perjudicar a las futuras generaciones. La otra a través de liderazgos económicos y sociales, dispuestos a bajar al campo de batalla de las ideas, haciendo pedagogía para las mayorías.

La conciliación entre racionalidad y popularidad solamente es posible con estadistas en la política y con pedagogos en la sociedad.

El enemigo de todo esto es el populismo, el oportunismo, la demagogia y el facilismo, que uno encuentra no solamente en la clase política, sino también en periodistas, en economistas, en ministros e incluso en empresarios.

Todo esto lo vimos durante la semana con el tema de las tarjetas de crédito; oportunismo y demagogia en muchos sectores y falta de pedagogía para educar financieramente a la población, y falta de autorregulación para controlar el exceso de algunas entidades, en el sector bancario.

El tema de las tarjetas ya es tema del pasado, pero me preocupa el futuro, por nuestra incapacidad como sociedad para armonizar la racionalidad con la popularidad.

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