18 abr. 2024

Coleccionar emociones también puede ser un negocio

Buenos Aires, 15 abr (EFE).- Motocicletas del siglo XX, una réplica de un soldado de Terracota y una barca de dos metros son algunos de los objetos que integran la colección de Gabriel del Campo, un argentino que adquiere objetos que le “emocionan” para después venderlos en el anticuario en el que reside.

Fotografía del 10 de marzo de 2017, de Gabriel del Campo, coleccionista y propietario de los anticuarios que llevan su nombre en Buenos Aires (Argentina). Motocicletas del siglo XX, una réplica de un soldado de Terracota y una barca de dos metros son algu

Fotografía del 10 de marzo de 2017, de Gabriel del Campo, coleccionista y propietario de los anticuarios que llevan su nombre en Buenos Aires (Argentina). Motocicletas del siglo XX, una réplica de un soldado de Terracota y una barca de dos metros son algu

A sus 56 años vive en uno de sus anticuarios de Buenos Aires, rodeado de objetos que adquirió de manera “irracional”, según explicó en una entrevista con Efe.

En 2010 llegó a acumular 17.000 piezas en uno de sus depósitos, momento en el que decidió dejar de contabilizar lo que adquiría.

Este “acumulador” ecléctico no se identifica con el sentido “estricto” de la palabra “coleccionista”, más bien se considera “esclavo” del deseo de poseer todo aquello que le conmueve.

En sus inicios intentó ceñirse a un periodo histórico y concentrarse en una tipo de piezas. Sin embargo, pronto rompió con esta “obligación social” que encorseta al coleccionista “clásico” para dejarse llevar por su instinto y “cargar” en su auto todo lo que le produce una emoción.

Compra cada pieza como si fuera para él con la esperanza de que despierte la curiosidad de alguno de los clientes “raros” que merodean por sus tiendas de la ciudad porteña.

Entre los objetos que llenan sus locales se encuentran una chaqueta de cuero del cantante de rock estadounidense Buddy Holly, coches que recorrieron las calles con el ex presidente argentino Juan Domingo Perón al volante y maletas de Louis Vuitton, que una familia aristocrática argentina utilizó para viajar en barco para pasar seis meses en París y Londres.

Piezas sobre las que es imposible estampar un sello que certifique que pertenecieron a los personajes ilustres citados pero que pasan de mano en mano acompañados de una historia.

“Creo que no alcanza la vida de Perón para usar todo lo que se ha vendido de él”, afirmó Del Campo entre risas.

A pesar de que sostuvo que no es “estrictamente” necesario que el cuento sea “cierto”, solo que sea “creíble”, el argentino insistió en que cuando se trata de la procedencia o de la originalidad “uno es esclavo de la verdad”.

Cada domingo entran en su local de la plaza Dorrego, en el barrio de San Telmo, alrededor de 1.500 personas pero el tamaño y el precio de las antigüedades hacen que casi siempre sean clientes con alto poder adquisitivo los que realicen las tres o cuatro compras que registra al mes.

Entre las paredes de sus tiendas conviven recuerdos de 20 dólares con automóviles que alcanzan el millón.

Por ello, la rentabilidad de su pasión depende de las imágenes que realiza para marcas, de los contratos que firma para decorar salas de reuniones y, cuando la economía del país acompaña, de amueblar por completo alguna que otra casa particular.

Un fallecimiento o la pérdida de poder adquisitivo son los detonantes que animan a particulares a ponerse en contacto con él para deshacerse de lo que preservaron durante generaciones como valor principal del patrimonio familiar.

A pesar de que en ocasiones el cuadro, que en teoría era autoría de un reconocido pintor italiano, resulta ser falso; lo divertido es “la mirada humana” sobre el valor, comentó Del Campo.

“Me hace gracia esa sensación de valor y no valor de las cosas”, añadió después de explicar por qué adquirió el lienzo que cuelga del cabecero de su cama.

Después de una vida dedicada a su pasión, ha decidido enfrentarse a un nuevo reto: fusionar la hostelería y las antigüedades.

En los 1.700 metros cuadrados de su local de la calle Caseros invita a los comensales a disfrutar de un menú sencillo para después perderse entre objetos que fueron testigos del pasado de Argentina y que ahora tienen una segunda oportunidad en uno de los pocos anticuarios en los que no se encuentra un cartel de “No tocar”.

Sara Martos

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