Por ejemplo, uno de los privilegios más comentados, se refiere a que los funcionarios de la ANDE, solo deben pagar el 50% de la tarifa de la energía eléctrica que consumen en sus hogares.
Como se trata de beneficios que están plasmados en sendos contratos colectivos de trabajo, no es tan sencillo deshacerse de los mismos y por supuesto, los beneficiados actuales han reaccionado con fuerza ante esta postura expresada oficialmente desde el Ejecutivo.
Uno de los argumentos esgrimidos en defensa de este privilegio especial al que hacía referencia, menciona que en definitiva el mismo representa menos del 0,1% del presupuesto anual de la institución.
Es decir, sería un ahorro irrelevante si lo que se pretende es racionalizar los gastos y mejorar sustantivamente las finanzas de la institución.
Las matemáticas no mienten y es verdad que este número es tan ínfimo que no cambia casi en nada la situación. Pero no se trata solo de matemáticas y si hablamos de elementos simbólicos que transmiten un mensaje potente a la ciudadanía, puede significar realmente mucho.
La mayor transparencia de la que estamos disfrutando actualmente, nos ha permitido ver con mucha claridad el nivel de deterioro al que ha llegado el manejo de la cosa pública en el Paraguay.
Se trata de un sistema perverso que se fue consolidando desde hace décadas desde el propio Estado y si bien sabíamos que esto existía, no deja de sorprendernos e irritarnos profundamente las tantas y diferentes formas de aprovecharse indebidamente de los bienes públicos.
De vuelta, se podrán calcular de alguna forma los costos directos que implican por ejemplo la presencia de planilleros en tantas instituciones o los variados tipos de privilegios especiales que han conseguido.
Pero eso es casi nada en comparación con el profundo daño que el prebendarismo y el clientelismo le han causado al servicio público en el Paraguay.
En los tiempos en que vivimos, la calidad de nuestra democracia ya no se mide solo por tener elecciones transparentes con resultados indudables o una libertad total de expresión –cuestiones importantes que ya hemos ganado como sociedad–, sino con los resultados concretos que la ciudadanía obtiene en términos de mejor calidad de vida.
Y lo anterior está muy estrechamente vinculado al funcionamiento eficaz y eficiente del sector público en un mundo moderno que exige un funcionariado preparado y con capacidades suficientes para enfrentar la dinámica compleja de nuestras sociedades.
Es precisamente esta ausencia de capacidades la consecuencia natural de un sistema tan prostituido por la influencia directa de la mala política y tal vez lo peor, fue configurando casi una suerte de cultura de la indolencia, el derroche y la mediocridad en el sector.
En la década pasada, la coyuntura internacional positiva nos permitió crecer de manera acelerada, aún con estas deficiencias bien marcadas. Esto ha cambiado radicalmente y hoy la política pública de calidad y su buena implementación es absolutamente esencial para continuar en la senda del desarrollo que todos anhelamos.
El proceso de transparencia es muy positivo y el gran malestar ciudadano con todo lo que nos vamos enterando, debe forzar cambios reales y profundos en la administración pública.
La presión ciudadana sobre las cosas mal hechas –no importa de qué sector provengan– irá aumentando cada vez más. Esto es algo que los verdaderos líderes políticos –particularmente la nueva generación– deben saber leer con atención y actuar en consecuencia.