Hace 950 años, Guillermo, duque de Normandía en el norte de Francia, invadió y conquistó Inglaterra, derrotando al rey anglosajón Haroldo. En aquel momento, Inglaterra era un país medieval pobre y debilitado a raíz de luchas por la sucesión real.
Lo que hoy conocemos como Inglaterra había vivido siglos de prosperidad y hasta opulencia durante la ocupación romana, que había impuesto orden y estado de derecho, y construido ciudades, teatros y 13.000 kilómetros de rutas pavimentadas, fomentando un intenso comercio con el continente europeo. Los caudillos nativos se romanizaron, y edificaron elegantes villas residenciales de sofisticada arquitectura y bellos mosaicos que hasta hoy pueden ser admirados en la campiña británica.
Pero la ocupación romana terminó cerca del año 400, y el país sucumbió a rencillas tribales y a las invasiones y pillajes de bárbaros anglos, sajones y vikingos. Poca fue la resistencia que pudieron oponer a la bien organizada y equipada expedición de Guillermo, y el reino anglosajón se extinguió con la muerte de Haroldo en la batalla de Hastings, el 14 de octubre de 1066. Los normandos rápidamente sojuzgaron el sur de Inglaterra, imponiendo, a veces con gran brutalidad, un nuevo orden y una estructura administrativa y tributaria avanzada con grandes inversiones en infraestructura.
La ocupación normanda marcó un punto de inflexión en la economía y el desarrollo británico. Los vínculos familiares que los normandos tenían con Francia posibilitaron un nuevo auge de comercio internacional, y como el idioma de la clase gobernante se volvió el francés, se facilitaron aún más los intercambios comerciales y culturales con la Europa continental.
En los 200 años siguientes a la ocupación normanda, se estima que el PIB de Inglaterra se cuadruplicó, la población más que se duplicó y la población urbana creció de 10 a casi 20%. La cantidad de mercados censados creció de 60 a más de 350.
La revista The Economist denomina brentry al año 1066, porque allí se inicia la verdadera entrada británica a la zona de influencia de Europa occidental. La adhesión oficial del Reino Unido a la Comunidad Económica Europea en 1973 fue un hito más en un proceso iniciado 900 años antes.
Entre 1973 y 2016, el PIB británico creció 103%, superando a EEUU, Alemania y Francia en el mismo periodo. Hoy, el 45% de sus exportaciones y más del 50% de sus importaciones corresponden a la UE. Con estos antecedentes, es sorprendente que el electorado británico haya optado, en referéndum, por el denominado brexit y retirarse de la Unión Europea.
Uno de los factores que primó en el ánimo de los electores fue el temor a la libre circulación de las personas en el mercado laboral, que es un componente fundamental de la UE. El temor que inmigrantes de Europa oriental, dispuestos a trabajar por menos dinero despojasen de sus cómodos empleos a los trabajadores británicos, tuvo una gran incidencia.
Pero este temor, aunque real, apunta a una causa equivocada. El presidente Obama lo expuso con precisión en su discurso de despedida: “La próxima ola de desarticulación económica no vendrá del extranjero. Vendrá del ritmo trepidante de la automatización que volverá obsoletos muchos buenos empleos de la clase media”.
Así como no se puede anular el sol tapándolo con el dedo, o derogar la ley de la gravedad por decreto, tampoco se podrá revertir la tendencia secular hacia mercados más globales y mayor flujo internacional de personas. El costo económico del aislacionismo es demasiado alto y el perjuicio social demasiado grande. Es probable que el brexit no pase de ser un incidente momentáneo en un largo trayecto iniciado con el brentry hace casi un milenio.
El proteccionismo y el aislamiento nunca fueron, históricamente, factores de desarrollo sostenido.