Para cuidar el patrimonio público, la Contraloría General de la República es una de las peores instituciones que la democracia parió. No por su propósito, sino porque no es la herramienta que los constituyentes de 1992 querían para forzar a los funcionarios públicos pokarê, al menos, a disminuir el monto de sus robos, a no apoderarse de los bienes públicos en plena luz del día y a pensar siete veces antes de llevarse a sus bolsillos lo que pertenece a todos.
Por su pasado y su presente, tal como se la ha venido manoseando y como se la estruja ahora, es un instrumento inepto para los sanos propósitos ciudadanos de que se controle con eficacia el destino del dinero que se paga como impuesto.
El caso de la secretaria de diamante –el oro no alcanza sus quilates salariales– pone en evidencia que la Contraloría, en vez de defender el patrimonio público, lo esquilma.
A tanto llegó la voracidad de la remuneración extra que el límite del día dejó de parar en 24 horas y se detuvo en 27. Menos mal que el “prodigio” salió a flote porque de lo contrario el tope podría haber llegado a 30, 40 o 60 sin ninguna vergüenza.
A tenor del viento favorable que soplaba para quien anga feriado y todo estaba en su puesto de trabajo, 27 pudo haber sido también un número mayor. Una vez que el dique se rompe, el resto ya es gratuito sudor canino de temporada otoñal.
El criterio de los gobernantes pos tirano Stroessner de poner al frente de la Contraloría a contralores con rótulo de opositores fue un acierto. Acierto para ellos, no para el país, porque la vigilancia es solo formal: hasta ahora no ha dado los frutos esperados.
Algunos contralores han disimulado mejor su ineficacia para disminuir los índices de corrupción: se ponían muy serios cuando mentían que en la municipalidad tal auditada “no se constató irregularidad alguna”.
Los números estaban en orden porque había otros números que también estaban en “orden”. La autoridad de estos era lo que establecía el contenido del informe.
Sin funcionar, la Contraloría funciona porque es funcional a los sinvergüenzas.
Como no molesta a quienes debiera molestar, y cuando lo hace existen las recetas para apagar el posible incendio, continuará siendo la misma de siempre: inservible para cuidar los bienes públicos, muy útil para los depredadores del dinero público.
Conociendo la idiosincrasia política nativa, otros escándalos sepultarán a los que giran ahora. Y todo volverá a ser normal. Es decir, anormal.